En aquella época, mi vida era
cuestión de prioridades. Recién cumplida la mayoría de edad, comenzaba a dejar
de tener horario de regreso a casa, o lo que es lo mismo, vía libre para volver
el último. Esa sensación de sentirse mayor era una pasada; tenía muchas horas
de oscuridad por delante para disfrutar con los amigos y descubrir nuevos
lugares. Los viernes y sábados noche siempre había plan, así que ninguno del
grupo de colegas podía faltar, por lo que no valía cualquier excusa para no acudir
a la cita. Nuestra máxima era el fin de semana, pero había algo que podía
conmigo y me superaba. No podía obviarlo, lo llevaba dentro... Un factor que
estaba por delante de todo y que hacía que fallara a las convocatorias,
provocando así, que me cayeran miles de abucheos por parte de mis queridos
camaradas cuando, un “finde” más, volvía a quedarme en casa.
Aquel programa era una gozada. No
podía dejar de verlo e, incluso a día de hoy, conservo las cintas de VHS que
utilizaba para grabarlo. Las veía mil veces, hasta que los cabezales no daban
más de sí; y, aunque es verdad que tenía la opción de dejar programada la hora
de su grabación, no podía estar de juerga pensando que lo estaban emitiendo. Era
superior a mí. Si hubiera sido otro día de la semana, me habría evitado muchas
reprimendas, pero, desgraciada o afortunadamente, se televisaba los viernes. Además
por la noche, y a altas horas, por lo que mi pasión se anteponía a la ilusión
por la fiesta. Así es, me quedaba en mi morada embobado mientras el resto de
amigos se iban de farra. Hoy en día, creo que más de uno sigue sin
perdonármelo. Lo que descubrí tiempo después es que había una persona que lo
amaba más que yo, aunque por un motivo muy diferente…
Pero aún sucedía algo más. No
sólo hablábamos del quinto día de la semana; los sábados también podía volver a
pasar. Existía la posibilidad de, una vez más, faltar a la cita y, por tanto,
los domingos se me hacían tremendamente pesados, puesto que los reproches iban
multiplicados por dos. ¡Madre mía! Dos días seguidos sin salir, eran,
prácticamente, imperdonables. Dependía de varios factores, pero cuando se
avecinaba fin de semana completo (como decía yo) sabía que tenía que prepararme
para recibir todo tipo de críticas.
El fútbol, ni más ni menos, era
la clave. Por aquel entonces, no pensaba en otra cosa. Creía que mi vida
dependía de él. Ese deporte, conseguía estar por encima de todo, marcando,
durante muchos años, mis ritmos de la semana. Se apoderaba de mis sentimientos
guiándome hacia la alegría o la tristeza, la ilusión o el cabreo, incluso hasta
llegando a personalizar mi forma de hablar, pensar o vestir. Él mismo, era el
que conseguía atrincherarme en mi hogar y, dependiendo de partidos y
resultados, provocaba las discusiones y reproches entre el grupo de aliados. En
definitiva, era una forma de vida.
Años después, cuando aterricé
profesionalmente en el mundo del balompié, los mitos se me fueron derrumbando
como casas en demolición. Aquella construcción idealizada comenzó a
resquebrajarse a medida que empezaba a comprender cómo funcionaba el negocio.
Por un lado, fue muy triste, pero, por otro, muy dulce, ya que me sirvió para
crecer como periodista y como persona. De primera mano, conocí algunos
entresijos que me sirvieron para darme cuenta de muchas cosas y, por fin, pude
crearme mi propia opinión basada en mi experiencia, sobre todo, tras conocer y
lidiar con las vacas sagradas.
Así es, existen. Vacas sagradas
que, en su concepto negativo, representan a esos futbolistas egoístas que creen
que están por encima de todo y de todos. Dioses adorados por los mortales a los
que, por cierto, el aficionado les importa un pimiento. Capaces de echar
entrenadores porque les exigen mucho o, simplemente, por puro ego. Rebeldes
idolatrados que piensan que están un peldaño por encima del club y del equipo.
Jugadores dispuestos a no esforzarse al máximo para salirse con la suya,
inventando molestias o enfermedades inexistentes para desaparecer de un
partido. Millonarios a los que sólo les importa el dinero. Un cabreo, después
de perder un encuentro, les dura el tiempo que tardan en ducharse.
Sinceramente les digo que este
tipo de profesionales no miran por el seguidor igual que el aficionado lo hace
por ellos. Tras una derrota su enfado no es, ni mucho menos, el del hincha, no
valoran el esfuerzo de la gente que viaja para verlos y, mucho menos, les
importa el dinero que se gasten en sus camisetas, pantalones o botas, por no
hablar de entradas y abonos. He visto vacas sagradas salir por la puerta de
atrás para no firmar autógrafos, ordenar poner barreras para no mezclarse con
los seguidores, salir de juerga antes y después de los partidos estando
prohibido por el club, negarse, de malas maneras, a hacerse fotos con sus
admiradores e, incluso, llegar a tratar a las azafatas de vuelo como mercancía.
Plantéense, a partir de ahora, a quién adorar.
El fútbol es pasión e ilusión y
hay que vivirlo así, sobre todo disfrutándolo de forma sana e intentando extraer
los valores positivos que lleva consigo. Apoyar a un club y animarlo es
estupendo y muy recomendable, pero tengan claro que siempre debe estar por
encima de cualquier futbolista. ¡Ojo! Cuando vayan a entrar en la ganadería a
elegir res, piénsenlo primero, no sea que les salga el tiro por la culata.
Vacas hay muchas, y también muy buenas, pero tengan cuidado no vayan a topar
con las sagradas.
Si mi equipo jugaba sábado y
perdía, no salía de jarana. La indignación me llevaba a recluirme en mi
habitación y perderme una noche con mis amigos. Tal era el enfado que, incluso,
podía dormirme a las tantas dándole vueltas al por qué de la derrota. Yo, solo
y disgustado por culpa de 90 minutos.
Y 90 minutos era la duración de
“Futbol de Somni”, espacio televisivo de TV3 que me privaba de salir de marcha
la noche de los viernes y me tenía encandilado viendo partidazos de épocas
pasadas hasta altas horas de la madrugada. Tiempo después, desenmascaré quién
era la persona que lo veneraba más que yo; y no, no era uno de mis amigos.
Resulto ser… ¡mi madre! ¿Cómo me lo iba a imaginar? Tenía sentido. Ese programa
significaba que no me marchaba de casa y, por tanto, no iba a hacer falta que
estuviera toda la noche despierta esperando la vuelta del niño.