martes, 24 de febrero de 2015

Vacas sagradas

En aquella época, mi vida era cuestión de prioridades. Recién cumplida la mayoría de edad, comenzaba a dejar de tener horario de regreso a casa, o lo que es lo mismo, vía libre para volver el último. Esa sensación de sentirse mayor era una pasada; tenía muchas horas de oscuridad por delante para disfrutar con los amigos y descubrir nuevos lugares. Los viernes y sábados noche siempre había plan, así que ninguno del grupo de colegas podía faltar, por lo que no valía cualquier excusa para no acudir a la cita. Nuestra máxima era el fin de semana, pero había algo que podía conmigo y me superaba. No podía obviarlo, lo llevaba dentro... Un factor que estaba por delante de todo y que hacía que fallara a las convocatorias, provocando así, que me cayeran miles de abucheos por parte de mis queridos camaradas cuando, un “finde” más, volvía a quedarme en casa.

Aquel programa era una gozada. No podía dejar de verlo e, incluso a día de hoy, conservo las cintas de VHS que utilizaba para grabarlo. Las veía mil veces, hasta que los cabezales no daban más de sí; y, aunque es verdad que tenía la opción de dejar programada la hora de su grabación, no podía estar de juerga pensando que lo estaban emitiendo. Era superior a mí. Si hubiera sido otro día de la semana, me habría evitado muchas reprimendas, pero, desgraciada o afortunadamente, se televisaba los viernes. Además por la noche, y a altas horas, por lo que mi pasión se anteponía a la ilusión por la fiesta. Así es, me quedaba en mi morada embobado mientras el resto de amigos se iban de farra. Hoy en día, creo que más de uno sigue sin perdonármelo. Lo que descubrí tiempo después es que había una persona que lo amaba más que yo, aunque por un motivo muy diferente…

Pero aún sucedía algo más. No sólo hablábamos del quinto día de la semana; los sábados también podía volver a pasar. Existía la posibilidad de, una vez más, faltar a la cita y, por tanto, los domingos se me hacían tremendamente pesados, puesto que los reproches iban multiplicados por dos. ¡Madre mía! Dos días seguidos sin salir, eran, prácticamente, imperdonables. Dependía de varios factores, pero cuando se avecinaba fin de semana completo (como decía yo) sabía que tenía que prepararme para recibir todo tipo de críticas.

El fútbol, ni más ni menos, era la clave. Por aquel entonces, no pensaba en otra cosa. Creía que mi vida dependía de él. Ese deporte, conseguía estar por encima de todo, marcando, durante muchos años, mis ritmos de la semana. Se apoderaba de mis sentimientos guiándome hacia la alegría o la tristeza, la ilusión o el cabreo, incluso hasta llegando a personalizar mi forma de hablar, pensar o vestir. Él mismo, era el que conseguía atrincherarme en mi hogar y, dependiendo de partidos y resultados, provocaba las discusiones y reproches entre el grupo de aliados. En definitiva, era una forma de vida.

Años después, cuando aterricé profesionalmente en el mundo del balompié, los mitos se me fueron derrumbando como casas en demolición. Aquella construcción idealizada comenzó a resquebrajarse a medida que empezaba a comprender cómo funcionaba el negocio. Por un lado, fue muy triste, pero, por otro, muy dulce, ya que me sirvió para crecer como periodista y como persona. De primera mano, conocí algunos entresijos que me sirvieron para darme cuenta de muchas cosas y, por fin, pude crearme mi propia opinión basada en mi experiencia, sobre todo, tras conocer y lidiar con las vacas sagradas.

Así es, existen. Vacas sagradas que, en su concepto negativo, representan a esos futbolistas egoístas que creen que están por encima de todo y de todos. Dioses adorados por los mortales a los que, por cierto, el aficionado les importa un pimiento. Capaces de echar entrenadores porque les exigen mucho o, simplemente, por puro ego. Rebeldes idolatrados que piensan que están un peldaño por encima del club y del equipo. Jugadores dispuestos a no esforzarse al máximo para salirse con la suya, inventando molestias o enfermedades inexistentes para desaparecer de un partido. Millonarios a los que sólo les importa el dinero. Un cabreo, después de perder un encuentro, les dura el tiempo que tardan en ducharse.

Sinceramente les digo que este tipo de profesionales no miran por el seguidor igual que el aficionado lo hace por ellos. Tras una derrota su enfado no es, ni mucho menos, el del hincha, no valoran el esfuerzo de la gente que viaja para verlos y, mucho menos, les importa el dinero que se gasten en sus camisetas, pantalones o botas, por no hablar de entradas y abonos. He visto vacas sagradas salir por la puerta de atrás para no firmar autógrafos, ordenar poner barreras para no mezclarse con los seguidores, salir de juerga antes y después de los partidos estando prohibido por el club, negarse, de malas maneras, a hacerse fotos con sus admiradores e, incluso, llegar a tratar a las azafatas de vuelo como mercancía. Plantéense, a partir de ahora, a quién adorar.

El fútbol es pasión e ilusión y hay que vivirlo así, sobre todo disfrutándolo de forma sana e intentando extraer los valores positivos que lleva consigo. Apoyar a un club y animarlo es estupendo y muy recomendable, pero tengan claro que siempre debe estar por encima de cualquier futbolista. ¡Ojo! Cuando vayan a entrar en la ganadería a elegir res, piénsenlo primero, no sea que les salga el tiro por la culata. Vacas hay muchas, y también muy buenas, pero tengan cuidado no vayan a topar con las sagradas.

Si mi equipo jugaba sábado y perdía, no salía de jarana. La indignación me llevaba a recluirme en mi habitación y perderme una noche con mis amigos. Tal era el enfado que, incluso, podía dormirme a las tantas dándole vueltas al por qué de la derrota. Yo, solo y disgustado por culpa de 90 minutos.

Y 90 minutos era la duración de “Futbol de Somni”, espacio televisivo de TV3 que me privaba de salir de marcha la noche de los viernes y me tenía encandilado viendo partidazos de épocas pasadas hasta altas horas de la madrugada. Tiempo después, desenmascaré quién era la persona que lo veneraba más que yo; y no, no era uno de mis amigos. Resulto ser… ¡mi madre! ¿Cómo me lo iba a imaginar? Tenía sentido. Ese programa significaba que no me marchaba de casa y, por tanto, no iba a hacer falta que estuviera toda la noche despierta esperando la vuelta del niño. 

jueves, 12 de febrero de 2015

Vidas vacías

Hora de comer. El telediario inunda nuestros hogares con las noticias del día mientras comemos junto a los nuestros. Se van dando las conversaciones sobre la mañana que hemos tenido, a la vez que diferentes imágenes de un atentado terrorista, que se ha cobrado la vida de 70 personas en Siria, pasan por delante nuestro sin, apenas, llamar la atención. Estamos, desgraciadamente, tan hipnotizados y acostumbrados a verlas, que podemos seguir hablando de nuestras cosas viendo, a su vez, la tragedia. Cinco minutos después, con la información referente al desempleo en nuestro país, comenzamos a olvidar los vídeos que hemos visto. Y no hace falta comentar qué ocurre en el momento que llega la sección de deportes. Efectivamente, ya no sabríamos decir con exactitud dónde ha ocurrido la masacre y cuántas víctimas ha habido. Casi olvidado. Mañana, por desgracia, volverá a pasar lo mismo.

Hora de cenar. De nuevo, las mismas instantáneas con información ampliada. Nuevos datos en torno a lo ocurrido con conexiones en directo desde Damasco. El corresponsal de cada cadena ofrece la última hora. Continúan las conversaciones en nuestra mesa, mientras nos llama la atención un sonido de alerta del WhatsApp y decidimos mirar el móvil. Cinco minutos después, la tragedia comienza a caer en el olvido, y no tendríamos muy claro quién iba en el autobús… ¡Espera! ¿no era un coche?, ¿o ha sido en un edificio de las fuerzas de seguridad? Sección de deportes, no hace falta añadir más.

Pero, ¿qué ha ocurrido en París? La cosa cambia; hay reacción. Los diálogos alrededor de la mesa cesan, la comida se enfría y el WhatsApp pasa a segundo plano. Pensamos que en países desarrollados no suelen pasar estas desgracias, y es cierto que todos los medios de comunicación amplían muchísimo la cobertura de lo sucedido, sin embargo, no tenemos la misma respuesta. Así es, tremendamente real y, a su vez, triste, pero no olvidemos que no deja de ser un atentado terrorista en el que, de nuevo, fallecen seres humanos.

“¿Qué mierda tiene esta gente en la cabeza?” Así de contundente fue la frase que me dijo la persona que tenía delante mientras divisábamos las imágenes del atentando en la capital francesa. Una reacción muy tajante que, probablemente, no tenemos cuando las mismas locuras se comenten en otros continentes y, nosotros, continuamos con el plato de sopa. Hay que reconocer que respondemos cuando nos toca de cerca y, desgraciadamente, ahora acaba de suceder.

En la Edad Media, la vida de una persona valía muy poco. Estudiábamos esa época pensando que era parte del pasado y que aquellos seres estaban muy chalados. Una mentalidad primitiva, sin libertades, que les llevaba a no valorar nada y actuar con comportamientos nada civilizados. Cualquier excusa era buena para guiarse según los instintos. Una auténtica dictadura impuesta por los más fuertes. Sorprendentemente, muchos siglos después, este período continúa estando vivo y representado en los grupos islamistas radicales; terroristas que hacen sus propias interpretaciones del Corán para llevar a cabo infinidad de asesinatos y atrocidades, imponiendo sus ideas paranoicas, reflejando así, el atraso y la ignorancia frente a la civilización. Sin lugar a dudas, son: vidas vacías.

Vidas vacías, sin valor y sin valores, que arrebatan el aliento a seres humanos, dejando a sus seres queridos, paradójicamente, con sus vidas vacías el resto de sus días. Seres a los que programan como robots, demostrando así, lo manipulables que son y el poco seso que poseen. Perfiles vacíos y, en definitiva, faltos de vida.

Pero no acabo de encajar ciertas piezas en el puzzle. Quizá, le doy demasiadas vueltas a todo, pero las preguntas asoman en mi cabeza y me dejan ciertos interrogantes. ¿Cómo puede ser que semejantes individuos, primitivos e ignorantes, lleguen hasta donde han llegado? Algo se esconde detrás de tanto medieval para, por ejemplo, dominar los Medios Sociales (las conocidas Redes Sociales), hackear cuentas oficiales o utilizar pasaportes falsos. ¿Quién o quiénes los están nutriendo? y ¿cómo se financian? ¿Quiénes son esas personas pudientes o gobiernos que sueltan la mosca? Que salgan nombres y se publiquen en los medios. A mí, al menos, no me resulta tan fácil obtener respuestas, aunque lo que más me choca es su gran dotación de armamento. ¿De dónde salen las armas? ¿Quiénes las venden? ¿Quiénes están dentro de ese mercado negro a nivel internacional? Porque, si me permiten la ironía y como vimos en Francia, desgraciadamente no estamos hablando de rifles de feria. Demasiadas incógnitas que seguro tienen respuesta, sin embargo, a mí no me convence cualquiera.

Desconozco qué va a suceder y qué medidas se van a adoptar. Entretanto, la reciente unión de gobiernos, que resuelva mis dudas, asuma responsabilidades y actúe de una vez; y nosotros, ciudadanos civilizados, demostremos que no somos becerros. Nadie debe meter en el mismo saco a toda la comunidad musulmana porque, entonces, la famosa “mierda” la tendríamos, también nosotros, metida en el coco.  

jueves, 5 de febrero de 2015

Cuba Libre

Menudo ingenuo estaba hecho. Probablemente, tendría la cabeza en otros menesteres, aunque he de reconocer que la edad del pavo me afectó, y mucho. Tenía 16 años cuando se publicó, y esa melodía me atrapó completamente. Aún a día de hoy la recuerdo, y cada vez que la escucho, una sonrisa ilumina mi rostro, aunque ahora ya puedo decir que soy terriblemente consciente del transfondo.

Tampoco me voy a martirizar por ello, ya que en plena adolescencia, uno está más pendiente de los amigos y de las primeras fiestas que de otras cosas, pero, he de admitir, que yo era de los que pensaba que cuando Gloria Estefan cantaba: “Quiero mi Cuba Libre”, se estaba refiriendo al magnífico combinado de ron y cola. Pues sí, ¿quién no ha pedido un Cuba Libre? Además, tenía todo el sentido, ella quería un Cuba Libre para que la gente pudiera bailar. ¡Qué maja! pensaba yo. Y así seguí unos cuantos años más, hasta que, por fin, decidí emprender viaje a su tierra con la idea de disfrutar de esos famosos combinados y, por supuesto, no parar de bailar.
No sabía lo que me esperaba.

Pepe, cubano de pura cepa, pilotaba su coche blanco como nadie. Una joya de 1917 extraída de la Revolución rusa que utilizaba para enseñar la verdadera Habana (y no la del “turisteo”) a los que él consideraba sus amigos y, por suerte, yo era uno de ellos, aunque eso es una historia larga de contar. Llevaba los cristales tintados para que la policía cubana no viera a quién llevaba dentro, puesto que los cubanos no podían relacionarse con los turistas y, mucho menos, llevarlos de excursión. Estaba completamente prohibido. Recuerdo que nos pararon una vez y, descaradamente, se sobornó a los agentes para que hicieran la vista gorda. Unos cuantos Pesos Cubanos Convertibles y listo, nadie había visto nada. Así de fácil. En la Habana, todo funcionaba de esta manera.

Nunca se me va a olvidar la frase de nuestro querido guía cuando nos llevó a la que había sido su casa hasta que el régimen cubano se la birló para que viviera allí un alto cargo. “Todo lo que veis, lo he levantado yo con mis propias manos. Mi casa me la arrebataron, pero, cuando muera Fidel, volverá a ser mía. Por fin, llegará el momento de ajustar cuentas”. Poco le faltó para ponerse a llorar delante de nosotros, su cara reflejaba tristeza e impotencia; el dolor se lo comía por dentro mientras que yo, comenzaba a darme cuenta que aquello del “Cuba Libre” no era exactamente un combinado de ron.

Aquel edificio se caía sólo de mirarlo. No podía explicarme cómo no se derrumbaba e, incluso, continúo sin saberlo. La señora que allí residía era mayor y tenía infinidad de hijos. Nos invitó a entrar y conocer su hogar mientras que nos iba explicando las condiciones en las que vivía. De pronto, el televisor que tenía llamó mi atención. ¿Cómo puede ser que esta mujer tenga televisión? Además, de las modernas. Estaba anonadado, sobre todo porque hacía un momento había descubierto que no tenía nevera. Un hogar sin frigorífico, pero con tele. Algo no cuadraba, y más, sabiendo las necesidades alimentarias que tenían. La incógnita se descifró al contarnos la realidad de lo que allí pasaba. El régimen cubano se encargaba de dar un televisor por casa. Podían no tener frigoríficos, congeladores, camas para dormir o armarios, pero la tele que no falte, ¿por qué? para que los ciudadanos pudieran ver los dos únicos canales que existían, todos ellos controlados por el gobierno. Tiene sentido ¿no? Maquinaria “comecocos”.
El viaje se me estaba atragantando y los bailes más aún. Llegamos a la Plaza de la Revolución, lugar estratégico para los mítines y la congregación del pueblo cubano. Delante de mí, tenía el lugar que tantas veces había visto en imágenes, con un Fidel Castro como emblema y un pueblo, supuestamente, entregado. Evidentemente, si eres de los que crees en el ron con cola y ves extractos de un mitin en la televisión, crees que Cuba adora a su líder. Ese inocente era yo, hasta que descubrí el truco del almendruco. Todo residente de La Habana estaba obligado a acudir a dicha plaza los días de sermón, y sino, ya se encargaba la policía cubana de acudir casa por casa para conocer la razón del porqué los allí presentes no habían asistido al mismo. No hace falta ser muy listo para saber qué ocurría si no tenían justificación. Efectivamente, al calabozo.

Su nombre no me hacía presagiar buenos augurios. Salimos de La Habana para visitar la periferia. El barrio de Matanzas se abría delante mis ojos mientras me preparaba para un torbellino de peticiones de dinero, ropa y comida. Si paseabas por las calles de la capital o el Malecón habanero, la infinidad de demandas, súplicas y ruegos no cesaban en ningún momento hasta el punto de no saber qué más dar o contestar. Pero la vida iba a volver a sorprenderme. En esta barriada, cuyo nombre hace temer lo peor, me quedé sin palabras. No nos encontrábamos en la Cuba turística, la de intentar sacar monedas al extranjero, la de los pillos que te hacen ver que su aliento depende de tu dinero… Estábamos en la más pobre, la más humilde, la que no tenía nada; y allí, al contrario de lo que podía imaginar, nadie nos pidió ninguna cosa, todo lo contrario, nos ofrecieron lo poco que tenían, incluso invitándonos a probar sus comidas y productos típicos. Los que menos tienen, los que menos piden, los que más dan.

¿Y toda esta gente se merece vivir bajo el yugo de un régimen dictatorial?
No sé que va a traer el reciente acuerdo entre Estados Unidos y Cuba, y me planteo si va a significar hacer borrón y cuenta nueva, obviando un pasado lleno de historias de dolor y justificando, de algún modo, lo que allí ha estado ocurriendo. Podría contar muchas historias más de mi viaje a Cuba y del shock que me produjo descubrir una cruda realidad que han impuesto a golpe de fuerza, callando al pueblo e imponiendo una idea obsoleta y estúpida. Ya se pueden imaginar si me quedó clara la idea del Cuba Libre, pero una cosa sí tengo clarísima: el pueblo cubano se merece alas, libertad y no más cuentos chinos e historias del pueblo obrero, mientras los castristas llevan relojes Rolex y comen puturrú de foie. Me da vergüenza escuchar algunas defensas de ese régimen. Ningún pueblo merece estar oprimido y coartado de libertades.

Hace 16 años quería un combinado para que la gente pudiera bailar. Dieciséis después, también quiero un Cuba Libre, en este caso una, y que la gente, por fin, tenga derecho a bailar.