jueves, 5 de febrero de 2015

Cuba Libre

Menudo ingenuo estaba hecho. Probablemente, tendría la cabeza en otros menesteres, aunque he de reconocer que la edad del pavo me afectó, y mucho. Tenía 16 años cuando se publicó, y esa melodía me atrapó completamente. Aún a día de hoy la recuerdo, y cada vez que la escucho, una sonrisa ilumina mi rostro, aunque ahora ya puedo decir que soy terriblemente consciente del transfondo.

Tampoco me voy a martirizar por ello, ya que en plena adolescencia, uno está más pendiente de los amigos y de las primeras fiestas que de otras cosas, pero, he de admitir, que yo era de los que pensaba que cuando Gloria Estefan cantaba: “Quiero mi Cuba Libre”, se estaba refiriendo al magnífico combinado de ron y cola. Pues sí, ¿quién no ha pedido un Cuba Libre? Además, tenía todo el sentido, ella quería un Cuba Libre para que la gente pudiera bailar. ¡Qué maja! pensaba yo. Y así seguí unos cuantos años más, hasta que, por fin, decidí emprender viaje a su tierra con la idea de disfrutar de esos famosos combinados y, por supuesto, no parar de bailar.
No sabía lo que me esperaba.

Pepe, cubano de pura cepa, pilotaba su coche blanco como nadie. Una joya de 1917 extraída de la Revolución rusa que utilizaba para enseñar la verdadera Habana (y no la del “turisteo”) a los que él consideraba sus amigos y, por suerte, yo era uno de ellos, aunque eso es una historia larga de contar. Llevaba los cristales tintados para que la policía cubana no viera a quién llevaba dentro, puesto que los cubanos no podían relacionarse con los turistas y, mucho menos, llevarlos de excursión. Estaba completamente prohibido. Recuerdo que nos pararon una vez y, descaradamente, se sobornó a los agentes para que hicieran la vista gorda. Unos cuantos Pesos Cubanos Convertibles y listo, nadie había visto nada. Así de fácil. En la Habana, todo funcionaba de esta manera.

Nunca se me va a olvidar la frase de nuestro querido guía cuando nos llevó a la que había sido su casa hasta que el régimen cubano se la birló para que viviera allí un alto cargo. “Todo lo que veis, lo he levantado yo con mis propias manos. Mi casa me la arrebataron, pero, cuando muera Fidel, volverá a ser mía. Por fin, llegará el momento de ajustar cuentas”. Poco le faltó para ponerse a llorar delante de nosotros, su cara reflejaba tristeza e impotencia; el dolor se lo comía por dentro mientras que yo, comenzaba a darme cuenta que aquello del “Cuba Libre” no era exactamente un combinado de ron.

Aquel edificio se caía sólo de mirarlo. No podía explicarme cómo no se derrumbaba e, incluso, continúo sin saberlo. La señora que allí residía era mayor y tenía infinidad de hijos. Nos invitó a entrar y conocer su hogar mientras que nos iba explicando las condiciones en las que vivía. De pronto, el televisor que tenía llamó mi atención. ¿Cómo puede ser que esta mujer tenga televisión? Además, de las modernas. Estaba anonadado, sobre todo porque hacía un momento había descubierto que no tenía nevera. Un hogar sin frigorífico, pero con tele. Algo no cuadraba, y más, sabiendo las necesidades alimentarias que tenían. La incógnita se descifró al contarnos la realidad de lo que allí pasaba. El régimen cubano se encargaba de dar un televisor por casa. Podían no tener frigoríficos, congeladores, camas para dormir o armarios, pero la tele que no falte, ¿por qué? para que los ciudadanos pudieran ver los dos únicos canales que existían, todos ellos controlados por el gobierno. Tiene sentido ¿no? Maquinaria “comecocos”.
El viaje se me estaba atragantando y los bailes más aún. Llegamos a la Plaza de la Revolución, lugar estratégico para los mítines y la congregación del pueblo cubano. Delante de mí, tenía el lugar que tantas veces había visto en imágenes, con un Fidel Castro como emblema y un pueblo, supuestamente, entregado. Evidentemente, si eres de los que crees en el ron con cola y ves extractos de un mitin en la televisión, crees que Cuba adora a su líder. Ese inocente era yo, hasta que descubrí el truco del almendruco. Todo residente de La Habana estaba obligado a acudir a dicha plaza los días de sermón, y sino, ya se encargaba la policía cubana de acudir casa por casa para conocer la razón del porqué los allí presentes no habían asistido al mismo. No hace falta ser muy listo para saber qué ocurría si no tenían justificación. Efectivamente, al calabozo.

Su nombre no me hacía presagiar buenos augurios. Salimos de La Habana para visitar la periferia. El barrio de Matanzas se abría delante mis ojos mientras me preparaba para un torbellino de peticiones de dinero, ropa y comida. Si paseabas por las calles de la capital o el Malecón habanero, la infinidad de demandas, súplicas y ruegos no cesaban en ningún momento hasta el punto de no saber qué más dar o contestar. Pero la vida iba a volver a sorprenderme. En esta barriada, cuyo nombre hace temer lo peor, me quedé sin palabras. No nos encontrábamos en la Cuba turística, la de intentar sacar monedas al extranjero, la de los pillos que te hacen ver que su aliento depende de tu dinero… Estábamos en la más pobre, la más humilde, la que no tenía nada; y allí, al contrario de lo que podía imaginar, nadie nos pidió ninguna cosa, todo lo contrario, nos ofrecieron lo poco que tenían, incluso invitándonos a probar sus comidas y productos típicos. Los que menos tienen, los que menos piden, los que más dan.

¿Y toda esta gente se merece vivir bajo el yugo de un régimen dictatorial?
No sé que va a traer el reciente acuerdo entre Estados Unidos y Cuba, y me planteo si va a significar hacer borrón y cuenta nueva, obviando un pasado lleno de historias de dolor y justificando, de algún modo, lo que allí ha estado ocurriendo. Podría contar muchas historias más de mi viaje a Cuba y del shock que me produjo descubrir una cruda realidad que han impuesto a golpe de fuerza, callando al pueblo e imponiendo una idea obsoleta y estúpida. Ya se pueden imaginar si me quedó clara la idea del Cuba Libre, pero una cosa sí tengo clarísima: el pueblo cubano se merece alas, libertad y no más cuentos chinos e historias del pueblo obrero, mientras los castristas llevan relojes Rolex y comen puturrú de foie. Me da vergüenza escuchar algunas defensas de ese régimen. Ningún pueblo merece estar oprimido y coartado de libertades.

Hace 16 años quería un combinado para que la gente pudiera bailar. Dieciséis después, también quiero un Cuba Libre, en este caso una, y que la gente, por fin, tenga derecho a bailar. 

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