Aún era lo suficientemente
pequeño para entender por qué se sembraba la incertidumbre de esa manera. Quizá
había otros compañeros a los que no les importaba tener que salir pitando, pero
a mí me producía miedo. No era muy habitual tener que someterse a todo aquello,
aunque a medida que fui creciendo, descubrí que era una práctica frecuente en
determinadas épocas. Todo se quedaba en un susto, se trataba únicamente de un
aviso, pero las horas de caos se hacían eternas. Con 8 años ves las cosas a tu
manera y no te paras a pensar el porqué; más adelante, descubres qué razones
tienen las personas que han llevado a cabo la llamadita e, incluso, te hacen
hasta un favor perdiendo horas de clase; sin embargo, la primera vez te
acojona, y mucho.
Recuerdo cómo bajábamos las
escaleras. Había que mantener la calma y el orden; no podíamos correr ni
adelantar a nadie mientras la profesora nos guiaba hacia el patio o, según la
gravedad, hacia la calle. Al principio me asustaba, luego comenzaba a ver desfilar
policías por el colegio y, al final, todo se quedaba en una mañana perdida. El
famoso aviso de bomba terminaba cayéndose por su propio peso; no existían
mochilas extrañas ni nada por el estilo. Así que, los mayores, habían vuelto a
conseguir pelarse el examen de ese día. ¡Qué casualidad! Siempre se producía en
períodos de evaluaciones y pruebas; un poco sospechoso. Ellos se salían con la
suya, las cabinas de teléfono cercanas hacían su papel y, entretanto, los más
pequeños terminábamos horrorizados. Acababas acostumbrándote, pero la realidad te
muestra que no se puede jugar con temas tan serios.
Hasta el momento, para mí, eran
noticias emitidas en televisión que se producían con frecuencia y te mostraban
una crueldad extrema. A principios de los años 90 pensaba que no iba con
nosotros, era un crío, pero esa trágica mañana de enero me cambió la visión y
pasé a aceptar que nos tocaba de cerca y que era real. Mi hermana mayor
estudiaba muy cerca de la Facultad de Derecho y, a la hora de comer, llegó a
casa contando lo que habían vivido en la zona. Todos los medios de comunicación
hablaban del asesinato en Valencia de Manuel Broseta y la conmoción que se
estaba viviendo. Mientras, mi mente recordaba la cantidad de veces que
pasábamos por allí en coche al volver del pueblo. ¿Cómo podía ser cierto? A
partir de ese instante comprendí la crudeza de la banda terrorista ETA. Esto no
tenía nada que ver con las advertencias de paquetes sospechosos en la escuela. Me
marcó tanto que, aún a día de hoy, cada vez que pasó por la Avenida Blasco
Ibáñez, sigo observando el monumento en su memoria.
Fieles a su cobardía, atacaron
por detrás disparándole en la nuca sin dejar ninguna esperanza de vida.
Posteriormente, explosionó un coche bomba que habían colocado los etarras cerca
del lugar del asesinato, provocándole graves heridas en los brazos a un policía
nacional. Recuerdo, perfectamente, el relato de mi hermana explicando la
explosión del vehículo trampa y el desconcierto allí vivido. Anteriormente, y
por desgracia, Valencia sufrió más atentados, pero en mi niñez, éste fue el
primero que recuerdo. No me imagino el calvario que sufrirán las familias que
han sido víctimas del terrorismo, las cuales tienen todo mi respeto y
admiración. Las imágenes de la semana pasada no se pueden consentir.
Después de 23 años veo que
comienza el juicio en la Audiencia Nacional contra los dos sinvergüenzas
acusados de matar al catedrático valenciano. Me choca que haya pasado tanto
tiempo. De repente, descubro que habían estado fugados hasta febrero de 2014 en
Puerto Vallarta (México), y tras ponerles cara, me quedo estupefacto al verlos
sentados en el banquillo riéndose a carcajada limpia. Sí, hombre y mujer
sonriendo y conversando en la previa del proceso. Me produce repulsa. No se
acaba aquí. Leo en El Mundo que otro canalla de la misma índole, éste más
conocido, vive felizmente huido en Venezuela y regenta un negocio cochambroso
mientras pesa sobre él una orden de busca y captura emitida en noviembre de
2008. Su imagen de buen comedor refleja que ahora ya no está para chantajear
con huelgas de hambre. Me vuelve a producir repulsa. ¿Qué está pasando?
Me canso de contemplar todo esto.
Me duele ver cómo siguen habiendo manifestaciones a favor de los presos
terroristas, cómo se hace apología del terrorismo en determinados estadios de fútbol
exhibiendo banderas y cánticos proetarras sin existir control alguno, cómo se
trata en las cárceles a los reclusos vinculados al terror, cómo se ríen de sus
crímenes, cómo humillan a las familias y a sus víctimas, cómo salen de las
prisiones orgullosos de lo que hicieron dejando dolor y muerte a su paso, cómo
viven a sus anchas en países “amigos” disfrutando de comodidades y cómo
conceden entrevistas a medios de comunicación jactándose de sus delitos sin
arrepentimiento alguno. Me río de la reinserción de esta gentuza, de su
libertad de expresión e, incluso, de sus derechos. Intolerable. Cero
concesiones. Puede que ETA abandonara la lucha armada, pero sigue muy viva, no
está disuelta ni desarmada. A mí no me vale nada de esto.
No voy a hablar de la justicia de
este país, ni de las leyes, ni de la introducción de la prisión permanente
revisable, porque cada uno tendrá su opinión personal. Pero, a mí, me dolió
observar a mandatarios reunidos con etarras, me duele ver a políticos que
condenan con la boca pequeña el terrorismo de esta banda; que, inclusive,
llegan a defender su lucha mientras se toleran las risas después de haber
cometido atrocidades. Me pesa contemplar la desunión frente a la dureza que, en
mi opinión, se debería aplicar a toda esta escoria. Me desconsuela ver cómo
muchos de ellos salen vencedores al cabo del tiempo mientras las familias se
sienten impotentes. Frente a esta lacra no deberían existir ni izquierdas ni
derechas, ni historias de demócratas, liberales y autoritarios. Únicamente
tendría que haber unión y cohesión frente al terrorismo. Sería muy interesante
preguntar a la ciudadanía qué piensa de todo esto y conseguir evitar, de una
vez, tener que padecer más imágenes insultantes…
Porca miseria!