Lolita era encantadora. El viaje
hasta su casa se hacía un poco pesado, puesto que vivía en un pueblo de montaña.
Después de tanta curva, era normal llegar mareado, pero todo se pasaba en el
momento que comenzaba a agasajarte con infinitas muestras de cariño,
ofreciéndote una cantidad inmensa de juguetes. Era una abuelita que derrochaba
bondad por los cuatro costados y poseía una sonrisa que iluminaba media
comarca. Sus palabras te engatusaban, demostrando una maestría insólita con los
niños. Aquella viejecita te decía lo que querías oír, haciéndote sentir uno más
de la familia. Te llevaba por su vivienda enseñándote todas las estancias, te
encendía la chimenea de leña y hasta te ofrecía los dulces típicos de la villa.
¡Una gozada! Pasar una mañana allí era como ir al paraíso, pero cuando se
acercaba la hora de comer, el momento cumbre de la visita, te la metía doblada…
Carmen no cesaba de hablar de
tiempos antiguos. Continuamente echaba la vista atrás, hablando de historias de
épocas pasadas, pero que le servían para vivir el día a día. Asociaba cualquier
cosa al pasado y, a menudo, tenía un ejemplo añejo para relacionarlo con el
presente. Era una anciana combativa que transmitía un espíritu guerrero por
encima de todo. Parecía que, constantemente, llevara un puñal entre los dientes
y estuviera dispuesta a pelear. Representaba una mujer desfasada, anclada en
otro período y que pretendía solucionar sus problemas actuales con sus viejas
recetas. Creía que todo seguía igual; recordaba su juventud y las leyendas que
le habían contado sus antepasados, por lo que, cuando ibas a visitarla, escucharla
se hacía un peñazo. Siempre pensé que no había evolucionado; sus explicaciones
carecían de sentido, puesto que terminaba haciéndose un lío entre el ayer y el
ahora. No era de extrañar que, con esta abuelita, cuando llegara la hora de la
verdad, el instante de la cena, te sacara la cartilla de racionamiento.
Me sentía ansioso. La gran
mayoría estábamos en el primer piso sentados alrededor de la mesa esperando a
que Lolita subiera con la comida. Era domingo, así que nos deleitaba con una
gran paella. El olorcito subía de planta y se apoderaba de mi estómago,
preparado para un gran festín. Ese momento especial se aproximaba. Ya se
escuchaban sus pasos por las escaleras que daban acceso al comedor. De repente,
aparecía ella con ese paellón tremendo dispuesto a que saliváramos de placer.
Iba a meterle mano cuando unos individuos llamaron mi atención… Pero ¿qué es
esto? Algo no me cuadraba, la carne era muy extraña. ¿Eso son pájaros? Así es,
paella con gorriones. ¡Qué desastre! Quizá, mi paladar de niño aún no estaba
preparado para todo.
Mi querida Lolita representa al
bipartidismo. Da la sensación que, tanto el PP como el PSOE, han aprendido de
aquella mujer. Son capaces de endulzarte, regalarte los oídos y, como hacía
ella, pronunciar las palabras mágicas que tú quieres escuchar. Primero te hacen
sentir de la familia, segundo te aseguran que van a pelear por ti y por tus
derechos, después te prometen el oro y el moro y, al final, cuando llega el
momento de la verdad y gobiernan, te sacan una paella con gorriones; las
promesas electorales se esfuman y te la meten doblada. ¡Cuánto sabía esta
viejecita!
Después de tanta batallita,
críticas a diestro y siniestro y referencias a siglos pasados, llegaba el
momento de cenar. No tenía ansiedad, lo que tenía era incertidumbre. No sabía
por dónde iban a ir los tiros, pero algo me hacía presagiar que se avecinaba
tormenta. ¡Madre mía! ¿Qué me va a sacar esta mujer? Carmen venía por el
pasillo cargada con los platos mientras me tambaleaba en la silla fruto de la
expectación. Tenía hambre, estaba en edad de crecimiento, por lo que, salvo
sorpresa, me iba a comer lo que fuera. Entró en el comedor y me dejó el plato delante
de mí. Sí que había sacado la cartilla de racionamiento, y de qué manera. Una
tortilla francesa de un huevo y una longaniza. Pan por la noche no se comía; algo
ligerito, decía. En tres minutos había cenado. ¡Qué chasco!
¿Se imaginan a quién representa
Carmen? Siempre hablando de fechas del pasado, de historias de revoluciones, de
símbolos de otros siglos y de pueblos unidos que se alzaron contra los gobernantes.
Un discurso combativo como el de ella, del que, en ocasiones, se desprende la
sensación de que se aproxima una guerra. La abuelita simboliza, sin lugar a
dudas, a PODEMOS. El grupo de Pablo Iglesias pretende arreglar los problemas
actuales con soluciones de siglos pasados. Veneran a otros países cuyos
sistemas de gobernar están anclados y obsoletos, con formas de funcionar
inauditas en países demócratas y avanzados.
En esa defensa del ayer en el hoy, acaban haciéndose un embrollo,
promoviendo propuestas que no son viables y que, posteriormente, les llevan a la
rectificación. Un discurso populista, con tintes épicos, que atrae a una
población quemada, lógicamente, de tanta paella con gorriones. Y al final ¿qué?
Cartilla de racionamiento; nos acabarán sacando una tortilla francesa y una
longaniza. Otro chasco y más casta.
Todos los partidos políticos
tienen un juego, y todos les van a invitar a que se sienten en su mesa. No sé
si en el menú encontrarán gorriones, tortillas o, quizá, longanizas, pero vayan
con cuidado no acaben diagnosticándoles una indigestión por casta. Piénsenlo
bien y apliquen el refrán: “en la mesa y en el juego, se conoce al caballero”.
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