lunes, 15 de junio de 2015

Inyección de valores

Fíjense si era guapa y nos volvía locos que, incluso, llegamos a cambiarnos de playa para poder disfrutar de su belleza; y en verano, en el pueblo, eso era un delito. Nadie podía cargarse la tradición de acudir siempre al mismo lugar que contempló cómo tomabas el primer baño de tu vida. Fieles siempre a nuestra querida escollera, fuera de arena, piedra o cemento, era impensable cometer semejante sacrilegio, abandonándola por una mujer que tenía la osadía de bañarse dos espigones más hacia el sur. Todo sería más bonito y menos trágico si su apartamento hubiera estado situado un par de  manzanas más cerca, pero no hubo más remedio… Con 16 años el corazón nos palpitaba por una diosa que consiguió romper la relación con nuestro pedacito de mar: éramos unos infieles.

Al margen de los abucheos del resto de la pandilla por dejarlos solos unas horas, teníamos que afianzarnos en un lugar estratégico, hacernos hueco entre la gente desconocida y comenzar a idear un plan secreto para acercarnos, disimuladamente, a nuestra amada. Menudos meses se nos venían encima a mi amigo del alma y a mí, en plena adolescencia cegados por una musa que, desgraciadamente, siempre acudía a la playa rodeada de pequeños seres a los que nunca podía dejar de prestarles atención. Sus queridas primas pequeñas la acompañaban todos los puñeteros días a hacer castillos de arena y refrescarse entre manguitos, flotadores y colchonetas. No había manera de captar su atención, así que se nos iluminó la bombilla y decidimos agenciarnos a un falso hermano pequeño al que le encomendaríamos la misión de abrirnos camino ganándose a las simpáticas acompañantes de nuestra querida diva. Un plan perfecto, nada podía fallar.

Menos mal que abortamos la misión, porque el pequeño Mateo de 7 años, hijo de una prima lejana de mi compañero de aventuras y a la que nos costó convencer de que nos dejara llevárnoslo a la playa para, teóricamente, jugar al fútbol, era un figura. El día que fuimos a recogerlo estaba con su madre y unas amigas en el kiosco, y mientras hablábamos con ella sobre la hora de devolución, le pegué un vistazo y me quedé perplejo: ¡no puede ser! Decidí suspender el plan. Con siete añitos estaba robando chucherías como un ladrón de guante blanco, sin levantar la más mínima sospecha y engañando a los presentes con su peculiar sonrisa. A saber la que nos hubiera montado en la orilla del mar con las niñas y qué hubiera entendido al explicarle el objetivo que tenía que conseguir. Fracaso total.

No nos quedaba otra, lo habíamos intentado todo. Una noche de sábado, en las primeras fiestas de chiringuitos, la suerte cambió. Esta vez no iba escoltada, nada nos impedía entablar una conversación, la teníamos a tiro de piedra. Daba igual que tuviera unos cuantos años más que nosotros, era una divinidad en estado puro. Toda su hermosura delante de nuestros ojos, una silueta impecable bañada en oro, la perfección hecha realidad, una imaginaria recompensa en forma de beso… Nos lanzamos.

Actualmente, cuando voy a la playa o la piscina, alucino. No acabo de entender cómo puede ser posible, pero la curiosidad comienza a esconder un transfondo peligroso. Puede parecer una estupidez; sin embargo, oculta una realidad que, cada vez, es más evidente. En mi época, o eras flaco o gordito; no había más posibilidades y, además, todo el mundo estaba contento. Cierto es que algún fenómeno de la ciencia se dejaba ver, aunque no era lo normal. En cambio, hoy en día, demasiados prodigios de la naturaleza observo en adolescentes obsesionados, cada vez más, con el cuerpo, las marcas de ropa, la belleza, el físico, lo superficial y la alarmante cantidad de valores erróneos que arrastran consigo todas estas peculiaridades. No es de extrañar, únicamente reflejan lo que ven y les transmiten, porque no sólo es cosa de chiquillos. Muchos adultos comienzan a preocuparme.

La permuta de principios de nuestra sociedad no es un juego de niños. Aunque este ejemplo resulte curioso e incluso gracioso, refleja el crecimiento de una forma de vida que los medios de comunicación, especialmente las televisiones, se empeñan en inyectarnos en la sangre. Parece que si no formas parte de ese circo, no estás a la última. El día que observé, en una cena de colegas, a varios sujetos hablando entre ellos de forma seria, y digo seria porque estaban tremendamente convencidos de la importancia de su conversación, sobre los músculos que tenía el chico que acababa de pasar, lo definido que tenía el cuerpo, la cantidad de veces que iría a un centro de bronceado, el reloj que llevaba, la gomina que utilizaría e, inclusive, su marca de calzoncillos; me quedé anonadado, y aún más tras sufrir dos horas de coloquio centrado en las formas de conseguir su figura y alcanzar la felicidad. Intenté integrarme en su conversación y comprobé, en primera persona, que para ambos eso era lo principal en la vida y lo más valioso, convencidos de que a mí me corroía la envidia. ¡Lo que me faltaba! Seguro que muchos de ustedes conocen a personas así, que monopolizan constantemente los diálogos llevándolos al terreno de la banalidad, provocándoles, como a mí, un terrible dolor de cabeza. ¡Menuda nochecita me dieron!

Imagínense una humanidad que termina plagada por la superficialidad y cuyo esfuerzo y trabajo lo destine a pulir su figura y esculpir su silueta a base de mirarse en el espejo. Una sociedad que invierte todo su dinero en mejorar su apariencia física y conseguir ser mejor y más fuerte que el vecino. Una comunidad que ama las apariencias y se desvive por su ego. Divisen las luchas por la fama, el poder y por dominar el qué dirán. Piensen, por un momento, que se encuentran rodeados de miles de personas arrogantes, creídas, frívolas y chulescas con las que ustedes tienen que convivir. Individuos vacíos de interior, planos e ignorantes cuyas ambiciones son codiciosas e interesadas. Reflexionen sobre los valores que imperarían en ese mundo plagado de envidias, odios, celos y egoísmos, alejado del respeto, la generosidad, tolerancia, cortesía y  nobleza. Proyecten en su cabeza a esa ciudadanía que valora a las personas por su físico y no por lo que representan o transmiten. ¿Cómo creen que acabaría? Seguro que necesitaría, urgentemente, una inyección de valores. No estamos tan lejos, España de mis amores.

Éramos un manojo de nervios, pero la ingenuidad y valentía propias de esa edad, hicieron que nos arrojáramos al vacío sin conocer qué nos esperaba. Probablemente no estábamos muy espabilados, ni, incluso, preparados para torear en semejante plaza; no obstante, salimos al ruedo dispuestos a salir por la puerta grande. ¡Y vaya si salimos!, aunque por la de atrás. Yo abrí la veda con unas palabras halagadoras y respetuosas, mientras que mi querido camarada siguió la sinfonía aportando ingenio y gracia. No hizo falta continuar porque cuando empezó el turno de replica, el castillo de naipes se vino abajo en cuestión de segundos. Recordaré, eternamente, su vestido blanco de alta costura, ese perfume hipnotizador propio de las celebridades, su moreno de piel impecable y las joyas que adornaban su espectacular cuerpo. Nunca olvidaré su prepotencia, soberbia, desprecio e insolencia. La princesa se convirtió en rana, y ya podía ser la mismísima Artemisa, hija de Zeus y hermana gemela de Apolo, que en la vida volvería a adorarla. Me estamparon una lección en la cara: jamás volvería a abandonar a mi querida escollera. Diecisiete años después, allí sigo. 

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