lunes, 15 de junio de 2015

Inyección de valores

Fíjense si era guapa y nos volvía locos que, incluso, llegamos a cambiarnos de playa para poder disfrutar de su belleza; y en verano, en el pueblo, eso era un delito. Nadie podía cargarse la tradición de acudir siempre al mismo lugar que contempló cómo tomabas el primer baño de tu vida. Fieles siempre a nuestra querida escollera, fuera de arena, piedra o cemento, era impensable cometer semejante sacrilegio, abandonándola por una mujer que tenía la osadía de bañarse dos espigones más hacia el sur. Todo sería más bonito y menos trágico si su apartamento hubiera estado situado un par de  manzanas más cerca, pero no hubo más remedio… Con 16 años el corazón nos palpitaba por una diosa que consiguió romper la relación con nuestro pedacito de mar: éramos unos infieles.

Al margen de los abucheos del resto de la pandilla por dejarlos solos unas horas, teníamos que afianzarnos en un lugar estratégico, hacernos hueco entre la gente desconocida y comenzar a idear un plan secreto para acercarnos, disimuladamente, a nuestra amada. Menudos meses se nos venían encima a mi amigo del alma y a mí, en plena adolescencia cegados por una musa que, desgraciadamente, siempre acudía a la playa rodeada de pequeños seres a los que nunca podía dejar de prestarles atención. Sus queridas primas pequeñas la acompañaban todos los puñeteros días a hacer castillos de arena y refrescarse entre manguitos, flotadores y colchonetas. No había manera de captar su atención, así que se nos iluminó la bombilla y decidimos agenciarnos a un falso hermano pequeño al que le encomendaríamos la misión de abrirnos camino ganándose a las simpáticas acompañantes de nuestra querida diva. Un plan perfecto, nada podía fallar.

Menos mal que abortamos la misión, porque el pequeño Mateo de 7 años, hijo de una prima lejana de mi compañero de aventuras y a la que nos costó convencer de que nos dejara llevárnoslo a la playa para, teóricamente, jugar al fútbol, era un figura. El día que fuimos a recogerlo estaba con su madre y unas amigas en el kiosco, y mientras hablábamos con ella sobre la hora de devolución, le pegué un vistazo y me quedé perplejo: ¡no puede ser! Decidí suspender el plan. Con siete añitos estaba robando chucherías como un ladrón de guante blanco, sin levantar la más mínima sospecha y engañando a los presentes con su peculiar sonrisa. A saber la que nos hubiera montado en la orilla del mar con las niñas y qué hubiera entendido al explicarle el objetivo que tenía que conseguir. Fracaso total.

No nos quedaba otra, lo habíamos intentado todo. Una noche de sábado, en las primeras fiestas de chiringuitos, la suerte cambió. Esta vez no iba escoltada, nada nos impedía entablar una conversación, la teníamos a tiro de piedra. Daba igual que tuviera unos cuantos años más que nosotros, era una divinidad en estado puro. Toda su hermosura delante de nuestros ojos, una silueta impecable bañada en oro, la perfección hecha realidad, una imaginaria recompensa en forma de beso… Nos lanzamos.

Actualmente, cuando voy a la playa o la piscina, alucino. No acabo de entender cómo puede ser posible, pero la curiosidad comienza a esconder un transfondo peligroso. Puede parecer una estupidez; sin embargo, oculta una realidad que, cada vez, es más evidente. En mi época, o eras flaco o gordito; no había más posibilidades y, además, todo el mundo estaba contento. Cierto es que algún fenómeno de la ciencia se dejaba ver, aunque no era lo normal. En cambio, hoy en día, demasiados prodigios de la naturaleza observo en adolescentes obsesionados, cada vez más, con el cuerpo, las marcas de ropa, la belleza, el físico, lo superficial y la alarmante cantidad de valores erróneos que arrastran consigo todas estas peculiaridades. No es de extrañar, únicamente reflejan lo que ven y les transmiten, porque no sólo es cosa de chiquillos. Muchos adultos comienzan a preocuparme.

La permuta de principios de nuestra sociedad no es un juego de niños. Aunque este ejemplo resulte curioso e incluso gracioso, refleja el crecimiento de una forma de vida que los medios de comunicación, especialmente las televisiones, se empeñan en inyectarnos en la sangre. Parece que si no formas parte de ese circo, no estás a la última. El día que observé, en una cena de colegas, a varios sujetos hablando entre ellos de forma seria, y digo seria porque estaban tremendamente convencidos de la importancia de su conversación, sobre los músculos que tenía el chico que acababa de pasar, lo definido que tenía el cuerpo, la cantidad de veces que iría a un centro de bronceado, el reloj que llevaba, la gomina que utilizaría e, inclusive, su marca de calzoncillos; me quedé anonadado, y aún más tras sufrir dos horas de coloquio centrado en las formas de conseguir su figura y alcanzar la felicidad. Intenté integrarme en su conversación y comprobé, en primera persona, que para ambos eso era lo principal en la vida y lo más valioso, convencidos de que a mí me corroía la envidia. ¡Lo que me faltaba! Seguro que muchos de ustedes conocen a personas así, que monopolizan constantemente los diálogos llevándolos al terreno de la banalidad, provocándoles, como a mí, un terrible dolor de cabeza. ¡Menuda nochecita me dieron!

Imagínense una humanidad que termina plagada por la superficialidad y cuyo esfuerzo y trabajo lo destine a pulir su figura y esculpir su silueta a base de mirarse en el espejo. Una sociedad que invierte todo su dinero en mejorar su apariencia física y conseguir ser mejor y más fuerte que el vecino. Una comunidad que ama las apariencias y se desvive por su ego. Divisen las luchas por la fama, el poder y por dominar el qué dirán. Piensen, por un momento, que se encuentran rodeados de miles de personas arrogantes, creídas, frívolas y chulescas con las que ustedes tienen que convivir. Individuos vacíos de interior, planos e ignorantes cuyas ambiciones son codiciosas e interesadas. Reflexionen sobre los valores que imperarían en ese mundo plagado de envidias, odios, celos y egoísmos, alejado del respeto, la generosidad, tolerancia, cortesía y  nobleza. Proyecten en su cabeza a esa ciudadanía que valora a las personas por su físico y no por lo que representan o transmiten. ¿Cómo creen que acabaría? Seguro que necesitaría, urgentemente, una inyección de valores. No estamos tan lejos, España de mis amores.

Éramos un manojo de nervios, pero la ingenuidad y valentía propias de esa edad, hicieron que nos arrojáramos al vacío sin conocer qué nos esperaba. Probablemente no estábamos muy espabilados, ni, incluso, preparados para torear en semejante plaza; no obstante, salimos al ruedo dispuestos a salir por la puerta grande. ¡Y vaya si salimos!, aunque por la de atrás. Yo abrí la veda con unas palabras halagadoras y respetuosas, mientras que mi querido camarada siguió la sinfonía aportando ingenio y gracia. No hizo falta continuar porque cuando empezó el turno de replica, el castillo de naipes se vino abajo en cuestión de segundos. Recordaré, eternamente, su vestido blanco de alta costura, ese perfume hipnotizador propio de las celebridades, su moreno de piel impecable y las joyas que adornaban su espectacular cuerpo. Nunca olvidaré su prepotencia, soberbia, desprecio e insolencia. La princesa se convirtió en rana, y ya podía ser la mismísima Artemisa, hija de Zeus y hermana gemela de Apolo, que en la vida volvería a adorarla. Me estamparon una lección en la cara: jamás volvería a abandonar a mi querida escollera. Diecisiete años después, allí sigo. 

martes, 12 de mayo de 2015

Del Yes very well al Ibex 35

¡Tócate las narices! Ahora vienen con prisas. No damos abasto y, encima, exigiendo. Parece ser que no son conscientes de los años perdidos por multitud de generaciones que ahora, se ven abrumadas con tanta información. Nunca les dieron mayor importancia, incluso obviaron por completo sus enseñanzas; sin embargo, en estos tiempos que corren, más vale ser un erudito en esas materias o la vida se complica. Para mayor escarnio, muchas de las cabezas pensantes y representantes de nuestro país ofrecen ejemplos bochornosos al ponerlas en práctica, pero como haya alguien que no esté al día o se permita el lujo de estar en babia, continuará utilizando el término “efectiviwonder” o planteándose si el IRPF representa la Inteligencia Racional de Personas Físicas.

Sus conocimientos resultan vitales; muy importantes para comprender cómo va el mundo, qué está pasando y, sobre todo, evitar que nos tomen el pelo. Estrictamente necesarios para optar a un gran número de puestos de trabajo, hacer relaciones, realizar negociaciones o viajar, medianamente tranquilos, sin la sensación de estar perdidos. Nadie duda de la transcendencia de los mismos y de la necesidad, valor y provecho que extraemos de ellos, y más en estos momentos, con un territorio plagado de problemas y complicaciones.

No seré yo el que reste ni un ápice de importancia a sendas disciplinas, porque las veo terriblemente indispensables, pero en España hemos querido pasar del Yes very well al Ibex 35. O lo que es lo mismo, de no tener ni pajolera idea de inglés y economía, a haber de poseer un doctorado. Pobre de usted si no ha hecho un máster, y más vale que sea un especialista consagrado, no vaya a ser que los sábados por la noche, tras contemplar las cadenas privadas españolas, apague la televisión invadido por datos y cifras que le lleven a acabar completamente trastornado por culpa de unos conceptos que se escapan de su cabeza; o piense que con un “ok makey”, un “yes very well Manuel” o en su defecto “botifarres de Teruel”, ya va a saber de English. Probablemente, si me permiten la ironía, de “Inglish Pintinglish” sí que sepa, inclusive nivel crack, pero de B2 y C1… ya es otro cantar. De locos, háganme caso.

Cuando estudié Periodismo en la facultad, no había ninguna asignatura de Inglés. No me refiero al primer curso, sino a los cinco años de carrera. Puede llamar la atención, y más ahora que han cambiado las cosas y es vital en cualquier sitio, pero en mi época, no se impartía. Es decir, durante toda la licenciatura no olimos el anglosajón. Es cierto que existía como optativa, pero ustedes me dirán quién, por su propia voluntad, se lanzaba al ruedo. Sobre todo, después de la curiosa formación que habíamos tenido en los colegios e institutos. Sí, probablemente les choque todo esto; sin embargo, era la realidad que había en España. Ya saben, “pitinglish”. La educación en esta materia era la necesaria para tener una base correcta, pero ni existían los exámenes orales como ahora, ni por asomo teníamos la exigencia existente actualmente. Nos hicieron un flaco favor, a no ser que, si podías, te buscaras la vida por tu cuenta. Además, hoy, se impone dominarlo a toda velocidad, y más vale pilotar como el que más, porque si no, estás K.O.

¡Qué sofoco! Prima de riesgo, T.A.E., IPC, GAO, Inflación Subyacente, Balanza de Pagos, Ibex 35… Todo momento es bueno para ver, oír y leer cualquiera de estos términos en los medios de comunicación. Estamos invadidos. Más vale que controlen por completo los movimientos de la mayoría de ellos o acabarán groguis. No se les ocurra decir que no terminan de entenderlos o les harán sentir como un zopenco. Está claro, con el inglés aún teníamos unos cimientos, pero con la economía brillaban por su ausencia. No miren el ahora; parece que el mundo entero los domina, pero nada más lejos de la realidad. Me pregunto quién me los enseñó, pero no acabo de recordarlo. ¡Qué memoria tengo! Una pena, porque si lo recordara, probablemente también me acordaría de su significado. En fin, de nuevo la historia de las optativas y otra vez lo mismo. Espabilarse, buscarse la vida y ponerse al día.

El globo terráqueo gira en torno a un idioma: el inglés, y a una obligada forma de vida: la economía. En el caso del que hablamos, me parece fenomenal el cambio del sistema educativo, al menos la idea, porque las formas son otra historia. Idioma anglosajón para todos y planteándose que la materia económica comience a coger un peso importante; por supuesto ahora que la situación del país ha tocado fondo en los últimos años. Los iluminados lo han visto claro. Comparto la vital importancia de todo esto, pero que nadie se olvide del poco valor que se le estuvo dando durante mucho tiempo. Me molesta observar cómo, en estos momentos, se exige premura para controlar un idioma que resulta vital, y pobre del que no se ponga las pilas. No hay que olvidar que, a muchas personas, no les mostraron un interés real y una fuerte exigencia en torno a esta asignatura y, ahora, tienen que buscarse la vida para poder destacar y afrontar el futuro. Por no hablar de la nula relevancia que ha tenido la Economía, completamente olvidada hasta hace poco. Spain is different.

Atrás quedaron esos tiempos mágicos en los que todos nos entendíamos. No hacía falta ser un experto para descifrar nuestro vocabulario. Además, podíamos mezclar nuestros conocimientos básicos en ambas materias demostrando nuestro nivel. Economía básica e Inglés juntos de la manita. Miren qué fácil: “Lo compro por treinta y lo vendo por cuarenta” – “Yes very well fandango”. 

lunes, 27 de abril de 2015

Porca miseria!

Aún era lo suficientemente pequeño para entender por qué se sembraba la incertidumbre de esa manera. Quizá había otros compañeros a los que no les importaba tener que salir pitando, pero a mí me producía miedo. No era muy habitual tener que someterse a todo aquello, aunque a medida que fui creciendo, descubrí que era una práctica frecuente en determinadas épocas. Todo se quedaba en un susto, se trataba únicamente de un aviso, pero las horas de caos se hacían eternas. Con 8 años ves las cosas a tu manera y no te paras a pensar el porqué; más adelante, descubres qué razones tienen las personas que han llevado a cabo la llamadita e, incluso, te hacen hasta un favor perdiendo horas de clase; sin embargo, la primera vez te acojona, y mucho.

Recuerdo cómo bajábamos las escaleras. Había que mantener la calma y el orden; no podíamos correr ni adelantar a nadie mientras la profesora nos guiaba hacia el patio o, según la gravedad, hacia la calle. Al principio me asustaba, luego comenzaba a ver desfilar policías por el colegio y, al final, todo se quedaba en una mañana perdida. El famoso aviso de bomba terminaba cayéndose por su propio peso; no existían mochilas extrañas ni nada por el estilo. Así que, los mayores, habían vuelto a conseguir pelarse el examen de ese día. ¡Qué casualidad! Siempre se producía en períodos de evaluaciones y pruebas; un poco sospechoso. Ellos se salían con la suya, las cabinas de teléfono cercanas hacían su papel y, entretanto, los más pequeños terminábamos horrorizados. Acababas acostumbrándote, pero la realidad te muestra que no se puede jugar con temas tan serios.

Hasta el momento, para mí, eran noticias emitidas en televisión que se producían con frecuencia y te mostraban una crueldad extrema. A principios de los años 90 pensaba que no iba con nosotros, era un crío, pero esa trágica mañana de enero me cambió la visión y pasé a aceptar que nos tocaba de cerca y que era real. Mi hermana mayor estudiaba muy cerca de la Facultad de Derecho y, a la hora de comer, llegó a casa contando lo que habían vivido en la zona. Todos los medios de comunicación hablaban del asesinato en Valencia de Manuel Broseta y la conmoción que se estaba viviendo. Mientras, mi mente recordaba la cantidad de veces que pasábamos por allí en coche al volver del pueblo. ¿Cómo podía ser cierto? A partir de ese instante comprendí la crudeza de la banda terrorista ETA. Esto no tenía nada que ver con las advertencias de paquetes sospechosos en la escuela. Me marcó tanto que, aún a día de hoy, cada vez que pasó por la Avenida Blasco Ibáñez, sigo observando el monumento en su memoria.

Fieles a su cobardía, atacaron por detrás disparándole en la nuca sin dejar ninguna esperanza de vida. Posteriormente, explosionó un coche bomba que habían colocado los etarras cerca del lugar del asesinato, provocándole graves heridas en los brazos a un policía nacional. Recuerdo, perfectamente, el relato de mi hermana explicando la explosión del vehículo trampa y el desconcierto allí vivido. Anteriormente, y por desgracia, Valencia sufrió más atentados, pero en mi niñez, éste fue el primero que recuerdo. No me imagino el calvario que sufrirán las familias que han sido víctimas del terrorismo, las cuales tienen todo mi respeto y admiración. Las imágenes de la semana pasada no se pueden consentir.

Después de 23 años veo que comienza el juicio en la Audiencia Nacional contra los dos sinvergüenzas acusados de matar al catedrático valenciano. Me choca que haya pasado tanto tiempo. De repente, descubro que habían estado fugados hasta febrero de 2014 en Puerto Vallarta (México), y tras ponerles cara, me quedo estupefacto al verlos sentados en el banquillo riéndose a carcajada limpia. Sí, hombre y mujer sonriendo y conversando en la previa del proceso. Me produce repulsa. No se acaba aquí. Leo en El Mundo que otro canalla de la misma índole, éste más conocido, vive felizmente huido en Venezuela y regenta un negocio cochambroso mientras pesa sobre él una orden de busca y captura emitida en noviembre de 2008. Su imagen de buen comedor refleja que ahora ya no está para chantajear con huelgas de hambre. Me vuelve a producir repulsa. ¿Qué está pasando?

Me canso de contemplar todo esto. Me duele ver cómo siguen habiendo manifestaciones a favor de los presos terroristas, cómo se hace apología del terrorismo en determinados estadios de fútbol exhibiendo banderas y cánticos proetarras sin existir control alguno, cómo se trata en las cárceles a los reclusos vinculados al terror, cómo se ríen de sus crímenes, cómo humillan a las familias y a sus víctimas, cómo salen de las prisiones orgullosos de lo que hicieron dejando dolor y muerte a su paso, cómo viven a sus anchas en países “amigos” disfrutando de comodidades y cómo conceden entrevistas a medios de comunicación jactándose de sus delitos sin arrepentimiento alguno. Me río de la reinserción de esta gentuza, de su libertad de expresión e, incluso, de sus derechos. Intolerable. Cero concesiones. Puede que ETA abandonara la lucha armada, pero sigue muy viva, no está disuelta ni desarmada. A mí no me vale nada de esto.

No voy a hablar de la justicia de este país, ni de las leyes, ni de la introducción de la prisión permanente revisable, porque cada uno tendrá su opinión personal. Pero, a mí, me dolió observar a mandatarios reunidos con etarras, me duele ver a políticos que condenan con la boca pequeña el terrorismo de esta banda; que, inclusive, llegan a defender su lucha mientras se toleran las risas después de haber cometido atrocidades. Me pesa contemplar la desunión frente a la dureza que, en mi opinión, se debería aplicar a toda esta escoria. Me desconsuela ver cómo muchos de ellos salen vencedores al cabo del tiempo mientras las familias se sienten impotentes. Frente a esta lacra no deberían existir ni izquierdas ni derechas, ni historias de demócratas, liberales y autoritarios. Únicamente tendría que haber unión y cohesión frente al terrorismo. Sería muy interesante preguntar a la ciudadanía qué piensa de todo esto y conseguir evitar, de una vez, tener que padecer más imágenes insultantes…

Porca miseria!

miércoles, 15 de abril de 2015

Cinema espectáculo

Un Arroz del Senyoret en el cine sería un puntazo. Además, que se cocine con leña dentro de la sala, en el espacio que hay entre la primera fila de asientos y la pantalla. De hecho, en esos cines donde la calefacción brilla por su ausencia o la sala es tan amplia que no llega para todos, serviría para calentarse, a modo de chimenea. Estoy entusiasmado con la idea; ya que el cinema, a día de hoy, es un lujazo, qué menos que ofrecer la auténtica paella de los exquisitos, con su pescado bien peladito y ese aroma placentero a cocina de la abuela. ¡Impresionante! El cocinero, apartado a un lado, con su gorro, un pantalón y una chaqueta filipina doble, todo de blanco, cocinando el manjar mientras comienza a proyectarse la película para, posteriormente, ofrecer este placer extremo. Va de bo!

Las luces apagadas, únicamente ven la proyección y un foco de luz que ilumina al maestro culinario llevando a cabo la obra de arte. Imagínense qué gozada estar disfrutando de un peliculón y, a su vez, poder observar cómo se cocina esta joya. No tendrían suficientes ojos para todo. El film avanza y un olor a gloria comienza a invadirles; se aproxima el deleite masivo. Platos y más platos empiezan a subir por las escaleras, como si fueran lingotes de oro, repartiéndolos entre los asistentes y provocando el éxtasis dentro de la sala. Representen en su cabeza la viva imagen de la felicidad: cucharadas de un manjar de Dioses observando la cinta de su vida. ¿Qué más se puede pedir?

Se avecina un baby boom. Aproximadamente, dentro de nueve meses, la natalidad se disparará. Gracias a lo que va a acontecer este próximo fin de semana, la alegría va a reinar en España. No juega la selección la final del Mundial, pero va a ser completamente equiparable. Los astros han querido unir diversos factores para acometer la dicha. Un fenómeno que será estudiado por las generaciones venideras y que, sin lugar a dudas, marcará un antes y un después. Ni en sus mejores sueños hubieran imaginado algo igual. Siéntanse afortunados. Poder vivir una ocasión como ésta, es digno de Reyes, además con mayúscula.

Hacer coincidir el estreno de la película “50 sombras de Grey” con el día de los enamorados traerá el caos. Amor puro y duro y pasión desenfrenada, una combinación letal. Incluso habrá quien, en medio del film, podrá comenzar a festejar, a partir de la medianoche, el día de cupido. Flechas deberían volar por encima de la gente; confeti rojo, lanzado desde el techo, invadir las salas y, al ser día especial, habría que ofrecer paellas, a leña, de pollo, conejo y marisco. ¡Qué delicia!

Fresas con nata para las parejas y champagne para todos. Una idea cojonuda para ofrecer placer extremo. Divisen en su mente el jolgorio que se puede montar. El cine lleno hasta la bandera, cayendo fresones y nata por las filas, descorchando botellas de espumoso a granel, platos de arroz corriendo como la pólvora y cupido disparando flechas a mansalva. ¡Maravilloso! La película comienza a calentar la sala a medida que la gente da rienda a suelta a su imaginación, pero no se pasen, por si no lo saben, en Estados Unidos, una cadena de cines ha prohibido a los espectadores acudir con objetos que rindan tributo a la temática de la saga. ¡Nos han jodido! Nada de sogas y látigos.

Ir al cine dejó de ser algo que se hacía con asiduidad para convertirse en una cosa extraordinaria. Convirtámoslo, ahora, en un cinema espectáculo. Ya que pasamos la barrera de transformarlo en un bar o restaurante, brindando la genial oportunidad de comprar nachos con salsas y patatas de cuatro tipos, sin olvidar los cien tamaños de bolsas de palomitas o la infinidad de chucherías existentes… En este momento, quiero arroz del senyoret y cava. Pues sí, ya que mis zapatillas, pantalones y chaquetas se tienen que ir pringadas de comida a casa, y yo, sin enterarme de media película por culpa de los sonidos de roedores compulsivos abriendo latas y bolsas de patatas, mezclando salsas y desparramando nachos, qué menos que hacerlo a lo grande. En España apuntamos alto, somos grandes ¡coño! Adelante con todo. La finalidad de ir al cine ya no es ver películas, queremos ir a comer y cenar, espectáculo puro, que hagan arroces dentro cocinados por los mejores chefs del país, ofrezcan champagne y fresas, se vendan látigos y fustas e, incluso, que venga el bombero torero y suelten una vaquilla dentro de la sala. Ya que nos despluman con el precio de las entradas (no se les ocurra ver una proyección en 3D e ir sin gafitas), queremos spettacolo.

Me gustaba disfrutar del séptimo arte en la gran pantalla, y lo digo en pasado porque, prácticamente, ya no lo hago. Hablo como ciudadano. No soy un profesional especializado en el sector del cine, aunque he preguntado muchas veces. Sé que subió el IVA cultural y se encareció el precio de las entradas, que la piratería sigue haciendo estragos en este país, y que invertir en publicidad es muy caro, pero la realidad, no se puede negar. Pese a que los datos mejoran, ir al cine no es una prioridad. Los precios de las entradas son excesivos y las personas se lo piensan dos veces antes de acudir a una sala; sólo hay que ver qué ha ocurrido cuando se ha llevado a cabo la Fiesta del Cine durante determinados días. Entiendo que todo acarrea muchos gastos y que, probablemente, hayan tenido que convertir el cine en un bar, ofreciendo productos a precios insultantes y desorbitados para sacar pasta, pero algo tendrán que hacer. Recuperen la buena imagen del cine, inviertan en mejorarla y reformarla y reconquisten al público. Denle vida al espectador porque lo han estado matando.

Quizá piensen que he perdido la chaveta, pero no hay nada como el humor irónico y las propuestas descabelladas. Eso sí, como llegue el día en el que accedan a una sala y comiencen a cocinar una paella, acuérdense de mí; al igual que yo lo haré de ustedes.

sábado, 4 de abril de 2015

Indigestión por casta

Lolita era encantadora. El viaje hasta su casa se hacía un poco pesado, puesto que vivía en un pueblo de montaña. Después de tanta curva, era normal llegar mareado, pero todo se pasaba en el momento que comenzaba a agasajarte con infinitas muestras de cariño, ofreciéndote una cantidad inmensa de juguetes. Era una abuelita que derrochaba bondad por los cuatro costados y poseía una sonrisa que iluminaba media comarca. Sus palabras te engatusaban, demostrando una maestría insólita con los niños. Aquella viejecita te decía lo que querías oír, haciéndote sentir uno más de la familia. Te llevaba por su vivienda enseñándote todas las estancias, te encendía la chimenea de leña y hasta te ofrecía los dulces típicos de la villa. ¡Una gozada! Pasar una mañana allí era como ir al paraíso, pero cuando se acercaba la hora de comer, el momento cumbre de la visita, te la metía doblada…

Carmen no cesaba de hablar de tiempos antiguos. Continuamente echaba la vista atrás, hablando de historias de épocas pasadas, pero que le servían para vivir el día a día. Asociaba cualquier cosa al pasado y, a menudo, tenía un ejemplo añejo para relacionarlo con el presente. Era una anciana combativa que transmitía un espíritu guerrero por encima de todo. Parecía que, constantemente, llevara un puñal entre los dientes y estuviera dispuesta a pelear. Representaba una mujer desfasada, anclada en otro período y que pretendía solucionar sus problemas actuales con sus viejas recetas. Creía que todo seguía igual; recordaba su juventud y las leyendas que le habían contado sus antepasados, por lo que, cuando ibas a visitarla, escucharla se hacía un peñazo. Siempre pensé que no había evolucionado; sus explicaciones carecían de sentido, puesto que terminaba haciéndose un lío entre el ayer y el ahora. No era de extrañar que, con esta abuelita, cuando llegara la hora de la verdad, el instante de la cena, te sacara la cartilla de racionamiento.

Me sentía ansioso. La gran mayoría estábamos en el primer piso sentados alrededor de la mesa esperando a que Lolita subiera con la comida. Era domingo, así que nos deleitaba con una gran paella. El olorcito subía de planta y se apoderaba de mi estómago, preparado para un gran festín. Ese momento especial se aproximaba. Ya se escuchaban sus pasos por las escaleras que daban acceso al comedor. De repente, aparecía ella con ese paellón tremendo dispuesto a que saliváramos de placer. Iba a meterle mano cuando unos individuos llamaron mi atención… Pero ¿qué es esto? Algo no me cuadraba, la carne era muy extraña. ¿Eso son pájaros? Así es, paella con gorriones. ¡Qué desastre! Quizá, mi paladar de niño aún no estaba preparado para todo.

Mi querida Lolita representa al bipartidismo. Da la sensación que, tanto el PP como el PSOE, han aprendido de aquella mujer. Son capaces de endulzarte, regalarte los oídos y, como hacía ella, pronunciar las palabras mágicas que tú quieres escuchar. Primero te hacen sentir de la familia, segundo te aseguran que van a pelear por ti y por tus derechos, después te prometen el oro y el moro y, al final, cuando llega el momento de la verdad y gobiernan, te sacan una paella con gorriones; las promesas electorales se esfuman y te la meten doblada. ¡Cuánto sabía esta viejecita!

Después de tanta batallita, críticas a diestro y siniestro y referencias a siglos pasados, llegaba el momento de cenar. No tenía ansiedad, lo que tenía era incertidumbre. No sabía por dónde iban a ir los tiros, pero algo me hacía presagiar que se avecinaba tormenta. ¡Madre mía! ¿Qué me va a sacar esta mujer? Carmen venía por el pasillo cargada con los platos mientras me tambaleaba en la silla fruto de la expectación. Tenía hambre, estaba en edad de crecimiento, por lo que, salvo sorpresa, me iba a comer lo que fuera. Entró en el comedor y me dejó el plato delante de mí. Sí que había sacado la cartilla de racionamiento, y de qué manera. Una tortilla francesa de un huevo y una longaniza. Pan por la noche no se comía; algo ligerito, decía. En tres minutos había cenado. ¡Qué chasco!

¿Se imaginan a quién representa Carmen? Siempre hablando de fechas del pasado, de historias de revoluciones, de símbolos de otros siglos y de pueblos unidos que se alzaron contra los gobernantes. Un discurso combativo como el de ella, del que, en ocasiones, se desprende la sensación de que se aproxima una guerra. La abuelita simboliza, sin lugar a dudas, a PODEMOS. El grupo de Pablo Iglesias pretende arreglar los problemas actuales con soluciones de siglos pasados. Veneran a otros países cuyos sistemas de gobernar están anclados y obsoletos, con formas de funcionar inauditas en países demócratas y avanzados. En esa defensa del ayer en el hoy, acaban haciéndose un embrollo, promoviendo propuestas que no son viables y que, posteriormente, les llevan a la rectificación. Un discurso populista, con tintes épicos, que atrae a una población quemada, lógicamente, de tanta paella con gorriones. Y al final ¿qué? Cartilla de racionamiento; nos acabarán sacando una tortilla francesa y una longaniza. Otro chasco y más casta.

Todos los partidos políticos tienen un juego, y todos les van a invitar a que se sienten en su mesa. No sé si en el menú encontrarán gorriones, tortillas o, quizá, longanizas, pero vayan con cuidado no acaben diagnosticándoles una indigestión por casta. Piénsenlo bien y apliquen el refrán: “en la mesa y en el juego, se conoce al caballero”. 

martes, 24 de febrero de 2015

Vacas sagradas

En aquella época, mi vida era cuestión de prioridades. Recién cumplida la mayoría de edad, comenzaba a dejar de tener horario de regreso a casa, o lo que es lo mismo, vía libre para volver el último. Esa sensación de sentirse mayor era una pasada; tenía muchas horas de oscuridad por delante para disfrutar con los amigos y descubrir nuevos lugares. Los viernes y sábados noche siempre había plan, así que ninguno del grupo de colegas podía faltar, por lo que no valía cualquier excusa para no acudir a la cita. Nuestra máxima era el fin de semana, pero había algo que podía conmigo y me superaba. No podía obviarlo, lo llevaba dentro... Un factor que estaba por delante de todo y que hacía que fallara a las convocatorias, provocando así, que me cayeran miles de abucheos por parte de mis queridos camaradas cuando, un “finde” más, volvía a quedarme en casa.

Aquel programa era una gozada. No podía dejar de verlo e, incluso a día de hoy, conservo las cintas de VHS que utilizaba para grabarlo. Las veía mil veces, hasta que los cabezales no daban más de sí; y, aunque es verdad que tenía la opción de dejar programada la hora de su grabación, no podía estar de juerga pensando que lo estaban emitiendo. Era superior a mí. Si hubiera sido otro día de la semana, me habría evitado muchas reprimendas, pero, desgraciada o afortunadamente, se televisaba los viernes. Además por la noche, y a altas horas, por lo que mi pasión se anteponía a la ilusión por la fiesta. Así es, me quedaba en mi morada embobado mientras el resto de amigos se iban de farra. Hoy en día, creo que más de uno sigue sin perdonármelo. Lo que descubrí tiempo después es que había una persona que lo amaba más que yo, aunque por un motivo muy diferente…

Pero aún sucedía algo más. No sólo hablábamos del quinto día de la semana; los sábados también podía volver a pasar. Existía la posibilidad de, una vez más, faltar a la cita y, por tanto, los domingos se me hacían tremendamente pesados, puesto que los reproches iban multiplicados por dos. ¡Madre mía! Dos días seguidos sin salir, eran, prácticamente, imperdonables. Dependía de varios factores, pero cuando se avecinaba fin de semana completo (como decía yo) sabía que tenía que prepararme para recibir todo tipo de críticas.

El fútbol, ni más ni menos, era la clave. Por aquel entonces, no pensaba en otra cosa. Creía que mi vida dependía de él. Ese deporte, conseguía estar por encima de todo, marcando, durante muchos años, mis ritmos de la semana. Se apoderaba de mis sentimientos guiándome hacia la alegría o la tristeza, la ilusión o el cabreo, incluso hasta llegando a personalizar mi forma de hablar, pensar o vestir. Él mismo, era el que conseguía atrincherarme en mi hogar y, dependiendo de partidos y resultados, provocaba las discusiones y reproches entre el grupo de aliados. En definitiva, era una forma de vida.

Años después, cuando aterricé profesionalmente en el mundo del balompié, los mitos se me fueron derrumbando como casas en demolición. Aquella construcción idealizada comenzó a resquebrajarse a medida que empezaba a comprender cómo funcionaba el negocio. Por un lado, fue muy triste, pero, por otro, muy dulce, ya que me sirvió para crecer como periodista y como persona. De primera mano, conocí algunos entresijos que me sirvieron para darme cuenta de muchas cosas y, por fin, pude crearme mi propia opinión basada en mi experiencia, sobre todo, tras conocer y lidiar con las vacas sagradas.

Así es, existen. Vacas sagradas que, en su concepto negativo, representan a esos futbolistas egoístas que creen que están por encima de todo y de todos. Dioses adorados por los mortales a los que, por cierto, el aficionado les importa un pimiento. Capaces de echar entrenadores porque les exigen mucho o, simplemente, por puro ego. Rebeldes idolatrados que piensan que están un peldaño por encima del club y del equipo. Jugadores dispuestos a no esforzarse al máximo para salirse con la suya, inventando molestias o enfermedades inexistentes para desaparecer de un partido. Millonarios a los que sólo les importa el dinero. Un cabreo, después de perder un encuentro, les dura el tiempo que tardan en ducharse.

Sinceramente les digo que este tipo de profesionales no miran por el seguidor igual que el aficionado lo hace por ellos. Tras una derrota su enfado no es, ni mucho menos, el del hincha, no valoran el esfuerzo de la gente que viaja para verlos y, mucho menos, les importa el dinero que se gasten en sus camisetas, pantalones o botas, por no hablar de entradas y abonos. He visto vacas sagradas salir por la puerta de atrás para no firmar autógrafos, ordenar poner barreras para no mezclarse con los seguidores, salir de juerga antes y después de los partidos estando prohibido por el club, negarse, de malas maneras, a hacerse fotos con sus admiradores e, incluso, llegar a tratar a las azafatas de vuelo como mercancía. Plantéense, a partir de ahora, a quién adorar.

El fútbol es pasión e ilusión y hay que vivirlo así, sobre todo disfrutándolo de forma sana e intentando extraer los valores positivos que lleva consigo. Apoyar a un club y animarlo es estupendo y muy recomendable, pero tengan claro que siempre debe estar por encima de cualquier futbolista. ¡Ojo! Cuando vayan a entrar en la ganadería a elegir res, piénsenlo primero, no sea que les salga el tiro por la culata. Vacas hay muchas, y también muy buenas, pero tengan cuidado no vayan a topar con las sagradas.

Si mi equipo jugaba sábado y perdía, no salía de jarana. La indignación me llevaba a recluirme en mi habitación y perderme una noche con mis amigos. Tal era el enfado que, incluso, podía dormirme a las tantas dándole vueltas al por qué de la derrota. Yo, solo y disgustado por culpa de 90 minutos.

Y 90 minutos era la duración de “Futbol de Somni”, espacio televisivo de TV3 que me privaba de salir de marcha la noche de los viernes y me tenía encandilado viendo partidazos de épocas pasadas hasta altas horas de la madrugada. Tiempo después, desenmascaré quién era la persona que lo veneraba más que yo; y no, no era uno de mis amigos. Resulto ser… ¡mi madre! ¿Cómo me lo iba a imaginar? Tenía sentido. Ese programa significaba que no me marchaba de casa y, por tanto, no iba a hacer falta que estuviera toda la noche despierta esperando la vuelta del niño. 

jueves, 12 de febrero de 2015

Vidas vacías

Hora de comer. El telediario inunda nuestros hogares con las noticias del día mientras comemos junto a los nuestros. Se van dando las conversaciones sobre la mañana que hemos tenido, a la vez que diferentes imágenes de un atentado terrorista, que se ha cobrado la vida de 70 personas en Siria, pasan por delante nuestro sin, apenas, llamar la atención. Estamos, desgraciadamente, tan hipnotizados y acostumbrados a verlas, que podemos seguir hablando de nuestras cosas viendo, a su vez, la tragedia. Cinco minutos después, con la información referente al desempleo en nuestro país, comenzamos a olvidar los vídeos que hemos visto. Y no hace falta comentar qué ocurre en el momento que llega la sección de deportes. Efectivamente, ya no sabríamos decir con exactitud dónde ha ocurrido la masacre y cuántas víctimas ha habido. Casi olvidado. Mañana, por desgracia, volverá a pasar lo mismo.

Hora de cenar. De nuevo, las mismas instantáneas con información ampliada. Nuevos datos en torno a lo ocurrido con conexiones en directo desde Damasco. El corresponsal de cada cadena ofrece la última hora. Continúan las conversaciones en nuestra mesa, mientras nos llama la atención un sonido de alerta del WhatsApp y decidimos mirar el móvil. Cinco minutos después, la tragedia comienza a caer en el olvido, y no tendríamos muy claro quién iba en el autobús… ¡Espera! ¿no era un coche?, ¿o ha sido en un edificio de las fuerzas de seguridad? Sección de deportes, no hace falta añadir más.

Pero, ¿qué ha ocurrido en París? La cosa cambia; hay reacción. Los diálogos alrededor de la mesa cesan, la comida se enfría y el WhatsApp pasa a segundo plano. Pensamos que en países desarrollados no suelen pasar estas desgracias, y es cierto que todos los medios de comunicación amplían muchísimo la cobertura de lo sucedido, sin embargo, no tenemos la misma respuesta. Así es, tremendamente real y, a su vez, triste, pero no olvidemos que no deja de ser un atentado terrorista en el que, de nuevo, fallecen seres humanos.

“¿Qué mierda tiene esta gente en la cabeza?” Así de contundente fue la frase que me dijo la persona que tenía delante mientras divisábamos las imágenes del atentando en la capital francesa. Una reacción muy tajante que, probablemente, no tenemos cuando las mismas locuras se comenten en otros continentes y, nosotros, continuamos con el plato de sopa. Hay que reconocer que respondemos cuando nos toca de cerca y, desgraciadamente, ahora acaba de suceder.

En la Edad Media, la vida de una persona valía muy poco. Estudiábamos esa época pensando que era parte del pasado y que aquellos seres estaban muy chalados. Una mentalidad primitiva, sin libertades, que les llevaba a no valorar nada y actuar con comportamientos nada civilizados. Cualquier excusa era buena para guiarse según los instintos. Una auténtica dictadura impuesta por los más fuertes. Sorprendentemente, muchos siglos después, este período continúa estando vivo y representado en los grupos islamistas radicales; terroristas que hacen sus propias interpretaciones del Corán para llevar a cabo infinidad de asesinatos y atrocidades, imponiendo sus ideas paranoicas, reflejando así, el atraso y la ignorancia frente a la civilización. Sin lugar a dudas, son: vidas vacías.

Vidas vacías, sin valor y sin valores, que arrebatan el aliento a seres humanos, dejando a sus seres queridos, paradójicamente, con sus vidas vacías el resto de sus días. Seres a los que programan como robots, demostrando así, lo manipulables que son y el poco seso que poseen. Perfiles vacíos y, en definitiva, faltos de vida.

Pero no acabo de encajar ciertas piezas en el puzzle. Quizá, le doy demasiadas vueltas a todo, pero las preguntas asoman en mi cabeza y me dejan ciertos interrogantes. ¿Cómo puede ser que semejantes individuos, primitivos e ignorantes, lleguen hasta donde han llegado? Algo se esconde detrás de tanto medieval para, por ejemplo, dominar los Medios Sociales (las conocidas Redes Sociales), hackear cuentas oficiales o utilizar pasaportes falsos. ¿Quién o quiénes los están nutriendo? y ¿cómo se financian? ¿Quiénes son esas personas pudientes o gobiernos que sueltan la mosca? Que salgan nombres y se publiquen en los medios. A mí, al menos, no me resulta tan fácil obtener respuestas, aunque lo que más me choca es su gran dotación de armamento. ¿De dónde salen las armas? ¿Quiénes las venden? ¿Quiénes están dentro de ese mercado negro a nivel internacional? Porque, si me permiten la ironía y como vimos en Francia, desgraciadamente no estamos hablando de rifles de feria. Demasiadas incógnitas que seguro tienen respuesta, sin embargo, a mí no me convence cualquiera.

Desconozco qué va a suceder y qué medidas se van a adoptar. Entretanto, la reciente unión de gobiernos, que resuelva mis dudas, asuma responsabilidades y actúe de una vez; y nosotros, ciudadanos civilizados, demostremos que no somos becerros. Nadie debe meter en el mismo saco a toda la comunidad musulmana porque, entonces, la famosa “mierda” la tendríamos, también nosotros, metida en el coco.  

jueves, 5 de febrero de 2015

Cuba Libre

Menudo ingenuo estaba hecho. Probablemente, tendría la cabeza en otros menesteres, aunque he de reconocer que la edad del pavo me afectó, y mucho. Tenía 16 años cuando se publicó, y esa melodía me atrapó completamente. Aún a día de hoy la recuerdo, y cada vez que la escucho, una sonrisa ilumina mi rostro, aunque ahora ya puedo decir que soy terriblemente consciente del transfondo.

Tampoco me voy a martirizar por ello, ya que en plena adolescencia, uno está más pendiente de los amigos y de las primeras fiestas que de otras cosas, pero, he de admitir, que yo era de los que pensaba que cuando Gloria Estefan cantaba: “Quiero mi Cuba Libre”, se estaba refiriendo al magnífico combinado de ron y cola. Pues sí, ¿quién no ha pedido un Cuba Libre? Además, tenía todo el sentido, ella quería un Cuba Libre para que la gente pudiera bailar. ¡Qué maja! pensaba yo. Y así seguí unos cuantos años más, hasta que, por fin, decidí emprender viaje a su tierra con la idea de disfrutar de esos famosos combinados y, por supuesto, no parar de bailar.
No sabía lo que me esperaba.

Pepe, cubano de pura cepa, pilotaba su coche blanco como nadie. Una joya de 1917 extraída de la Revolución rusa que utilizaba para enseñar la verdadera Habana (y no la del “turisteo”) a los que él consideraba sus amigos y, por suerte, yo era uno de ellos, aunque eso es una historia larga de contar. Llevaba los cristales tintados para que la policía cubana no viera a quién llevaba dentro, puesto que los cubanos no podían relacionarse con los turistas y, mucho menos, llevarlos de excursión. Estaba completamente prohibido. Recuerdo que nos pararon una vez y, descaradamente, se sobornó a los agentes para que hicieran la vista gorda. Unos cuantos Pesos Cubanos Convertibles y listo, nadie había visto nada. Así de fácil. En la Habana, todo funcionaba de esta manera.

Nunca se me va a olvidar la frase de nuestro querido guía cuando nos llevó a la que había sido su casa hasta que el régimen cubano se la birló para que viviera allí un alto cargo. “Todo lo que veis, lo he levantado yo con mis propias manos. Mi casa me la arrebataron, pero, cuando muera Fidel, volverá a ser mía. Por fin, llegará el momento de ajustar cuentas”. Poco le faltó para ponerse a llorar delante de nosotros, su cara reflejaba tristeza e impotencia; el dolor se lo comía por dentro mientras que yo, comenzaba a darme cuenta que aquello del “Cuba Libre” no era exactamente un combinado de ron.

Aquel edificio se caía sólo de mirarlo. No podía explicarme cómo no se derrumbaba e, incluso, continúo sin saberlo. La señora que allí residía era mayor y tenía infinidad de hijos. Nos invitó a entrar y conocer su hogar mientras que nos iba explicando las condiciones en las que vivía. De pronto, el televisor que tenía llamó mi atención. ¿Cómo puede ser que esta mujer tenga televisión? Además, de las modernas. Estaba anonadado, sobre todo porque hacía un momento había descubierto que no tenía nevera. Un hogar sin frigorífico, pero con tele. Algo no cuadraba, y más, sabiendo las necesidades alimentarias que tenían. La incógnita se descifró al contarnos la realidad de lo que allí pasaba. El régimen cubano se encargaba de dar un televisor por casa. Podían no tener frigoríficos, congeladores, camas para dormir o armarios, pero la tele que no falte, ¿por qué? para que los ciudadanos pudieran ver los dos únicos canales que existían, todos ellos controlados por el gobierno. Tiene sentido ¿no? Maquinaria “comecocos”.
El viaje se me estaba atragantando y los bailes más aún. Llegamos a la Plaza de la Revolución, lugar estratégico para los mítines y la congregación del pueblo cubano. Delante de mí, tenía el lugar que tantas veces había visto en imágenes, con un Fidel Castro como emblema y un pueblo, supuestamente, entregado. Evidentemente, si eres de los que crees en el ron con cola y ves extractos de un mitin en la televisión, crees que Cuba adora a su líder. Ese inocente era yo, hasta que descubrí el truco del almendruco. Todo residente de La Habana estaba obligado a acudir a dicha plaza los días de sermón, y sino, ya se encargaba la policía cubana de acudir casa por casa para conocer la razón del porqué los allí presentes no habían asistido al mismo. No hace falta ser muy listo para saber qué ocurría si no tenían justificación. Efectivamente, al calabozo.

Su nombre no me hacía presagiar buenos augurios. Salimos de La Habana para visitar la periferia. El barrio de Matanzas se abría delante mis ojos mientras me preparaba para un torbellino de peticiones de dinero, ropa y comida. Si paseabas por las calles de la capital o el Malecón habanero, la infinidad de demandas, súplicas y ruegos no cesaban en ningún momento hasta el punto de no saber qué más dar o contestar. Pero la vida iba a volver a sorprenderme. En esta barriada, cuyo nombre hace temer lo peor, me quedé sin palabras. No nos encontrábamos en la Cuba turística, la de intentar sacar monedas al extranjero, la de los pillos que te hacen ver que su aliento depende de tu dinero… Estábamos en la más pobre, la más humilde, la que no tenía nada; y allí, al contrario de lo que podía imaginar, nadie nos pidió ninguna cosa, todo lo contrario, nos ofrecieron lo poco que tenían, incluso invitándonos a probar sus comidas y productos típicos. Los que menos tienen, los que menos piden, los que más dan.

¿Y toda esta gente se merece vivir bajo el yugo de un régimen dictatorial?
No sé que va a traer el reciente acuerdo entre Estados Unidos y Cuba, y me planteo si va a significar hacer borrón y cuenta nueva, obviando un pasado lleno de historias de dolor y justificando, de algún modo, lo que allí ha estado ocurriendo. Podría contar muchas historias más de mi viaje a Cuba y del shock que me produjo descubrir una cruda realidad que han impuesto a golpe de fuerza, callando al pueblo e imponiendo una idea obsoleta y estúpida. Ya se pueden imaginar si me quedó clara la idea del Cuba Libre, pero una cosa sí tengo clarísima: el pueblo cubano se merece alas, libertad y no más cuentos chinos e historias del pueblo obrero, mientras los castristas llevan relojes Rolex y comen puturrú de foie. Me da vergüenza escuchar algunas defensas de ese régimen. Ningún pueblo merece estar oprimido y coartado de libertades.

Hace 16 años quería un combinado para que la gente pudiera bailar. Dieciséis después, también quiero un Cuba Libre, en este caso una, y que la gente, por fin, tenga derecho a bailar. 

jueves, 29 de enero de 2015

007 Licencia para soñar

Martini con vodka, mezclado, no agitado. Suspiro… Llevo toda una vida soñando con ese cóctel. Desde que era pequeño siempre lo tenía en mente. Cada vez que veía una película suya, me veía saboreándolo y sintiéndome un rey. Pedirlo era una seña de identidad, de calidad, de distinción… Todo chico soñaba con ser él, un tío elegante, educado, galán, capaz de conseguir todo, incluso que cualquier mujer cayera rendida a sus pies. En pocas palabras, un guaperas. No había otro como él. Magia en estado puro.

Y por fin, muchos años después de su primera película, ese personaje ficticio se ha convertido en una realidad. Ha conseguido inundar nuestros hogares, nuestras conversaciones y tertulias e, incluso, nuestros teléfonos móviles. Sin lugar a dudas, ha pasado a formar parte de la familia. Ha vuelto elegante, caballeroso y servicial, siempre dispuesto a arreglar los problemas de nuestro país. Derrocha dinero, pero siempre en beneficio de sus amigos y, si algún día puede entrarles al reservado de alguna de las mejores discotecas, no duden que lo hará. Como bien dice la canción: “tiene money, tiene cash, el pequeño Nicolás”.

Así es como interpreto a Francisco Nicolás, un 007 con licencia para soñar. Ni el mismísimo James Bond, con 20 añitos, hubiera logrado lo que ha conseguido este chico. Tantos años soñando con ese cóctel y ahora resulta que este churumbel lleva degustándolo desde hace tiempo. ¡Impresionante! Crème de la crème. Rodeado de la élite política y empresarial de este país, ejerce como colaborador del mismísimo CNI, negocia asuntos de Estado, acude a reuniones de la cúpula, saluda a personajes ilustres y hasta tiene tiempo para su chica Bond: “la pechotes”. ¡Toma ya!

Nuestro Bond, celebra fiestas en alta mar en los mejores yates, rodeado de amigos y bebida. Los alquila durante una tarde y se marcha a navegar por la costa, disfrutando así, de las mejores vistas. Mientras, a su edad, yo alquilaba un patinete y, por supuesto, sin tobogán, eso era otro nivel. Además, el señor del alquiler no nos dejaba pasar de la escollera, lo que significaba que, como mucho, y con suerte, veríamos pasar una medusa. Entretanto, el pequeño Nicolás, accede a las mejores discos, goza de sus zonas VIP e invita a diestro y siniestro. Yo, por aquel entonces, tenía que mostrar el DNI para poder acceder a las grandes salas, y por culpa de mis despistes, un día que me lo dejé en casa, tuve que pedirle el suyo a un amigo, hacerle una fotocopia y, sobre ella, con un lápiz oscuro, asemejar su cara a la mía, por lo que tuve que dibujarle mi pelo largo. Evidentemente, me quedé en la calle.

El despliegue que acompaña a nuestro héroe, a los lugares más importantes, lo componen varios coches oficiales de lujo, multitud de escoltas y un chófer personal, mientras que una mountain bike y un patinete prestado, componían el mío, sin olvidar una scooter que me robaron y la siempre eterna California BH.

Señores, hay truco. No me refiero al de la fotocopia del Documento Nacional de Identidad, sino a las hazañas de Francisco Nicolás. Por supuesto que hay grandes hombres detrás de él. Uno solo no monta un imperio, necesita ayuda. Ahora nadie quiere saber nada, y es más, nos quieren hacer creer que todo son historias del chico, pero con la poca credibilidad que tiene el gobierno en estos momentos y un poco de sentido común, no hace falta estar muy cuerdo para saber que hay gato encerrado. No dudo que haya fantasía en sus relatos, de hecho, estoy convencido que la hay. Seguro que, en la narración del chaval, hay unas cuantas verdades, al igual que mentiras, pero, demasiadas preguntas sin resolver e incógnitas por descifrar continúan sobrevolando la historia. ¿Alguien en su sano juicio piensa que un adolescente, por muy inteligente que sea, monta este circo?

Como bien dice mi tía, “qui no té padrí, no es bateja”. Le abrieron las puertas, y él, ávido como un 007, adquirió licencia para soñar.  

jueves, 22 de enero de 2015

Fútbol, alcohol y reflexiones

Por fin llegó aquella tarde de domingo. Los astros se conjuraron y yo, un adolescente en plena efervescencia, había conseguido tres abonos de Tribuna para ver el partido. Decidí acudir en familia, con mis dos hermanas, ya que una de ellas nunca había ido al fútbol. Que mejor manera de debutar que hacerlo desde una posición privilegiada, con los asientos más cómodos y las mejores vistas. Eso sí, un aroma incesante a caliqueño nos acompañaría en todo momento, transportándonos a tiempos antiguos. Todo estaba listo para disfrutar al máximo de la experiencia. Curioso fue el final.

El fútbol es como el alcohol. Una afirmación tajante, pero no falta de criterio. Ambos, son capaces de sacar lo mejor y lo peor de lo que los seres humanos llevamos dentro.
Esta es la peculiar reflexión a la que he llegado después de plantearme, una y mil veces, por qué pasa esto en el balompié, sobre todo, si comparamos a éste con el resto de deportes. ¿Qué maquinaria es capaz de remover tantas pasiones y sentimientos capaces de transformarse en estados de locura?, y ¿por qué? ¿Quién no se ha preguntado qué es lo que tiene el deporte rey para generar tanta irracionalidad? La misma que se genera al consumir la famosa agua con misterio.

En general, el consumo excesivo de alcohol está asociado al olvido y a la evasión. Un paréntesis que aporta una falsa sensación de alegría que ayuda a desconectar, por unos momentos, de todos los problemas que acechan. Los desvaríos se desatan, mientras que el “todo vale” marca la regla principal.
Por desgracia, en el fútbol, tres cuartos de lo mismo. Para muchos aficionados, el balompié es su vía de escape. Llega el Kit Kat semanal, la hora de desconectar de todo y disfrutar de su pasión. Si es entendida como toca, el gozo es máximo, pero si va más allá, de nuevo el “todo vale” impera en el reino.

Resulta curioso, pero, en mi reflexión, he llegado a plantearme que igual que disponemos de una amplia gama de bebidas para elegir, también lo podemos hacer con los equipos. A unos les gusta la ginebra, a otros el whisky, unos son del Racing, otros del Espanyol, pero no importa el alpiste o el club que sea, siempre van a acabar generando lo mismo.

Quince años después, mi hermana, la que nunca había ido al campo, sólo ha vuelto una vez más, y por obligación. No es que aquella tarde perdiéramos por 8 goles de diferencia y se llevara tal disgusto que nunca más quisiera volver, sino que le impactó tanto el ambiente de insultos, silbidos, discusiones y lanzamiento de objetos que vivió en la grada (y eso que, supuestamente, era la mejor zona), que decidió no volver más. Sinceramente, en aquel momento, sus dos hermanos caímos en que no nos habíamos dado cuenta de nada de lo que hablaba… Sí, nosotros también estábamos anestesiados.

En ocasiones, hace falta que alguien de fuera nos haga ver las cosas. Con el alcohol pasa lo mismo. Nos guste más o menos, es una droga socialmente aceptada, incluso me atrevería a decir que, en algunos casos, está bien vista. Nos hace gracia ver a alguien piripi, tomar unas copas de más o hacer un macrobotellón con los amigos. Simplemente, estamos anestesiados… Sí, como en el fútbol. Cuando alguien despotrica contra un jugador o incluso un menor llama cabrón al árbitro, nos podemos llegar hasta a reír. Alguien descarga un mechero sobre un jugador rival y… ¡mira! que no le pase nada, pero que se fastidie porque hemos perdido por su culpa. Es triste, pero cierto.
En el fútbol, estamos tan acostumbrados a todas estas cosas que lo vemos hasta normal. No nos paramos ni a pensar qué ambiente tenemos alrededor. Incluso se puede llegar a justificar que todas estas acciones forman parte del mismo, porque sino, no sería lo que es… Lo que yo les diga, anestesia pura y dura.

El fútbol, como el alcohol, está en todas partes, al igual que sus insultos y acciones violentas. No sólo en una zona delimitada del campo. Está en los padres que se pegan e insultan viendo jugar a sus hijos dando el peor de los ejemplos, en las madres que se enzarzan en discusiones por las decisiones del árbitro, en el noble de Tribuna que le lanza un objeto a un jugador cuando va camino del vestuario, en los dirigentes y sus nefastas declaraciones, en los técnicos y jugadores con sus acciones y, por supuesto, en nosotros mismos, los medios de comunicación, generando rivalidades innecesarias.

Si pretendemos cambiar las cosas, ardua tarea la que se avecina. Muchas teclas habrá que tocar hasta conseguir una bonita sinfonía.

Señores responsables, si tienen que meterle mano, métansela bien.